¿Confirmarse para casarse?

Aquí tenemos un problema que no acaba de resolverse en muchas diócesis. La lógica sacramental dice que un católico que no ha recorrido la iniciación completa ¿cómo va a vivir su condición cristiana de forma madura en tal o cual estado de vida? A nadie se le ocurriría que un no confirmado -o no eucaristizado- pudiese recibir las órdenes sagradas, así, sin más. Pues en cambio, para el matrimonio, sí. Es obvio que, aquí, algo falla. Y algo muy gordo.

Por eso el Código de Derecho Canónico dice lo que dice: "Los católicos aún no confirmados deben recibir el sacramento de la confirmación antes de ser admitidos al matrimonio, si ello es posible sin dificultad grave" (c. 1065:1). Lógico de toda lógica.

Sin embargo, la pregunta sobre la "dificultad grave" es inmediata. Consultados canonistas de muchos cánones y sabiduría, afirman que esta dificultad no es necesario que llegue a ser una imposibilidad y, en cualquier caso, que no dependa ni de la voluntad del obligado ni se trate de un capricho. Para que la dificultad sea tenida por "grave" deben derivar de ella perjuicios materiales o morales. O sea que el simple "pues no sé", "bueno ya veremos", "uff qué complicación", "es que estoy muy ocupado", y cositas de este calado no son argumentos para esquivar la confirmación antes de casarse.

En algunos países, como Italia por ejemplo, la Conferencia Episcopal obliga a los novios a tener la Iniciación cristiana completa antes de casarse. ¡Normal! ¿Por qué no lo hacen todos los obispos del mundo mundial? ¡Qué misterios!

"¿Es obligada la confirmación para casarse?", preguntaba un novio con claro desinterés hacia el tema...A lo que le respondió el sacerdote: "¡Cómo que obligada! ¡Estamos hablando de recibir una fuerza especial del Espíritu Santo! ¿Tú te ves capaz de vivir en matrimonio cristiano toda la vida sin esa fuerza del Espíritu Santo?". He ahí la cuestión. No se trata de una simple norma. Se trata de la vida De Dios en los matrimonios cristianos. ¿Estamos o no estamos?


Jaume González Padrós

Publicado en Liturgia y Espiritualidad 48 (2017) 401-402.


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