Uno se pregunta si está asistiendo a una cosa o a la otra en algunas
circunstancias. Cuando lo que va a ser bendecido no está cerca del ministro que
procede a su bendición, a menudo se puede observar como este hace grandes
esfuerzos para hacer llegar una salpicadura de agua bendita o unas nubes de
incienso perfumado al objeto en cuestión.
Puede tratarse de una imagen que está realmente elevada, o de un órgano
colgado entre el cielo y la tierra, con sus tubos, consola, y demás aparato,
puede tratarse también de un grupo de fieles que, en una iglesia de gran
capacidad, queda realmente lejos del celebrante, ese celebrante que, hisopo en
ristre, está decidido a bendecir sí o sí.
Es entonces cuando el gesto pierde nobleza, pierde elegancia, se muestra
forzado y, por qué no decirlo, incluso ridículo. El gesto de bendecir con el
hisopo o con el incienso, debe ser grácil, elegante, simple, de corto
recorrido, a no ser que se esté rodeando el altar, donde el turíbulo debe dejarse
volar como paloma que revolotea en epiclética poesía.
La oración de bendición ya ha sido pronunciada y el objeto o las personas
ya han recibido, pues, la bendición deseada, implorada, regalada. Lo demás, el
agua, el perfume, explicita esta realidad. Y ello debe realizarse no alargando forzadamente
los brazos como quien lanza, eso, una jabalina, o quién sabe qué, sino con un
gesto delicado y sutil, que exprese esa no menos delicada ternura que nos hace Dios dándonos su paternal bendición. Porque, sí, de eso se trata. De
dejarnos acariciar por Dios.
Jaume González Padrós
Revista “Liturgia y Espiritualidad” de Enero
2013/1