No es
raro que, en algunas solemnes celebraciones, estén presentes lectores
instituidos, así como acólitos. Y si bien estos últimos suelen ocupar su sitio
y son reclamados para atender y servir en las distintas tareas en el
presbiterio, a los primeros no es infrecuente que se les ignore con la misma solemnidad
de que goza la fiesta. Con la misma facilidad que se ignora un florero, lleve
flores o no.
O sea,
que, habiendo quien ha sido instituido para ejercer de forma estable este
ministerio de proclamar la palabra de Dios, a menudo ocurre que, al preparar la
celebración, se empieza a barruntar quién leerá la primera lectura, y quién la
segunda. Lo mismo que con las preces: habiendo diácono, no es raro que las
propongan fieles laicos, y a veces no solo uno sino varios, apareciendo uno tras
otro. ¿Motivo? ¡Quién lo sabe! Porque debe ser más mono. ¡Digo yo!
Es
decir, que ese principio que la Constitución litúrgica del Vaticano II dejó
clarito clarito, y que dice, que cada uno en la celebración hará todo y solo
aquello que le corresponde, y lo hará de forma competente, con sincera piedad,
profundamente imbuido del espíritu de la liturgia e instruido para cumplir su
función debidamente (cf. SC 28-29), ¿dónde queda?
Si en
una ordenación sacerdotal –por poner un ejemplo– participan lectores
instituidos en su momento (seminaristas o no), ¿a qué viene que nos planteemos
si las lecturas las damos a Juanita o a Pepito? ¿Qué sentido tiene señalar si
fulanito es del consejo parroquial, o si menganita es una prima muy católica
del ordenando, o si Paquito es un amigo de la infancia o el capitán del club de
básquet del colegio? Todo eso no tiene ninguna consistencia. Siguiendo esos
criterios, sería lógico ver a la abuela del ordenando imponiendo las manos y recitando
la plegaria de ordenación. ¡Quién más emocionada que ella!
Vamos a
objetivar un poquito, y a dejar que los ministerios instituidos tengan el
reconocimiento que deben tener según la voluntad de la Iglesia. Y, con toda
normalidad, de la misma forma que son los acólitos quienes sirven al altar, los
cantores los que animan la oración cantada, los obispos los que presiden, etc.,
etc., etc., que sean siempre los lectores instituidos –cuando los haya– los que
ejerzan su función proclamando la palabra de Dios ante la santa asamblea. Que
para eso han sido preparados y bendecidos. Y al señor tal, gran benefactor, en
lugar de la primera lectura le encargamos el brindis en el banquete, ¡y
contento! Cada cosa en su sitio, y un sitio para cada cosa. ¡Ay, Señor, con lo
fácil que es!
Jaume González Padrós