Flash litúrgico publicado en Liturgia y Espiritualidad 40 (2009) 515s.
No es infrecuente observar, dentro de un presbiterio, que, delante de la sede destinada al sacerdote que preside la acción litúrgica, se encuentra un atril. Y, en no pocos casos, no se trata de un mueble discreto, finito, sino que tanto su altura como su anchura son, digamos, generosas, con el consiguiente efecto de ocultar, en todo o en parte, uno de los tres espacios litúrgicos más importantes y elocuentes en el santuario de una iglesia.
La sede -ya lo sabemos- no es simplemente una silla para que el sacerdote se siente a escuchar las lecturas, sino mucho más. Signo de que quien nos preside es nuestro Maestro, el mismo que es la Palabra de Dios y el gran Sacerdote de la nueva alianza, a la vez que la Víctima divina. Todo eso nos lo dice un presbiterio bien dispuesto con su lenguaje: sede, ambón, altar.
Los partidarios del atril que aquí nos ocupa, lo defienden porque de esta forma se ahorran sostener el misal en sus propias manos (gesto que -consultada la Penitenciaría Apostólica- concluimos que no está calificado como pecado, ni siquiera venial), y -los más atinados- lo quieren delante porque así, al pronunciar la colecta y la conclusión de la oración universal, pueden extender las manos en gesto orante.
Esto último está muy bien, pero precisamente para eso está el ministerio del diácono o del acólito. Y, ¿si no hay ni acólito ni diácono? Pues si no lo hay, conviene buscar. Pero, en cualquier caso, si no es posible por razones de peso, admitimos que un atril puede ser útil ad casum, pero a condición de que no se convierta en una pieza estable, ocultando a la sede y al sedente.
Una simple banqueta al lado, para sostener los libros necesarios, es mucho mejor, para el lenguaje visual de un presbiterio, que el mueble aquí discutido, que se yergue delante del sacerdote con pretensiones de un protagonismo inadecuado.
¿Atril sí, atril no? Desde aquí votamos NO. Piénsalo bien, querido lector, y vota también tú.
No es infrecuente observar, dentro de un presbiterio, que, delante de la sede destinada al sacerdote que preside la acción litúrgica, se encuentra un atril. Y, en no pocos casos, no se trata de un mueble discreto, finito, sino que tanto su altura como su anchura son, digamos, generosas, con el consiguiente efecto de ocultar, en todo o en parte, uno de los tres espacios litúrgicos más importantes y elocuentes en el santuario de una iglesia.
La sede -ya lo sabemos- no es simplemente una silla para que el sacerdote se siente a escuchar las lecturas, sino mucho más. Signo de que quien nos preside es nuestro Maestro, el mismo que es la Palabra de Dios y el gran Sacerdote de la nueva alianza, a la vez que la Víctima divina. Todo eso nos lo dice un presbiterio bien dispuesto con su lenguaje: sede, ambón, altar.
Los partidarios del atril que aquí nos ocupa, lo defienden porque de esta forma se ahorran sostener el misal en sus propias manos (gesto que -consultada la Penitenciaría Apostólica- concluimos que no está calificado como pecado, ni siquiera venial), y -los más atinados- lo quieren delante porque así, al pronunciar la colecta y la conclusión de la oración universal, pueden extender las manos en gesto orante.
Esto último está muy bien, pero precisamente para eso está el ministerio del diácono o del acólito. Y, ¿si no hay ni acólito ni diácono? Pues si no lo hay, conviene buscar. Pero, en cualquier caso, si no es posible por razones de peso, admitimos que un atril puede ser útil ad casum, pero a condición de que no se convierta en una pieza estable, ocultando a la sede y al sedente.
Una simple banqueta al lado, para sostener los libros necesarios, es mucho mejor, para el lenguaje visual de un presbiterio, que el mueble aquí discutido, que se yergue delante del sacerdote con pretensiones de un protagonismo inadecuado.
¿Atril sí, atril no? Desde aquí votamos NO. Piénsalo bien, querido lector, y vota también tú.
Jaume González Padrós