Lo que ocurre en el presbiterio durante el rito de la paz, en una misa concelebrada, a veces nos recuerda (a quienes hicimos la “mili”) aquel momento tan esperado, después de largas horas de ejercicios en formación; nos referimos a la orden “¡rompan filas!”. ¡Y con qué gusto las rompíamos!
Pero aquello que suscitaba tanto entusiasmo en unos muchachos sometidos a disciplina militar, ¿es transportable a nuestros santuarios, a nuestros presbiterios, durante la celebración de la sagrada liturgia?
En no pocas ocasiones, uno ve que quien preside se siente en la obligación de abrazar a todos los concelebrantes (este es un tic muy episcopal), yendo de un lado a otro del presbiterio como si repartiese décimos de lotería premiados, y los demás empiezan también a moverse de forma tal que aquello parece un concurso para comprobar quien da más abrazos. ¡Y no digamos nada sobre la efusividad que se gasta en este momento! Puede darse el caso que, un sacerdote a quien no has visto jamás en tu vida, o con quien apenas cruzas un sencillo “buenos días” en el saludo habitual, te abrace de tal forma como si te acabases de casar con su hermana. Francamente, todo de una desproporción difícil de explicar.
La armonía la encontramos –no podía ser de otra forma–viviendo con todo el sentido lo que dicen los libros litúrgicos, y en este caso la Institutio del Misal Romano, donde en el núm. 80 nos dice, entre otras cosas: «Conviene que cada uno exprese sobriamente la paz sólo a quienes tiene más cerca». Subrayamos los dos adverbios, para dejar claro lo que queremos decir. Es lo mismo que indica el núm. 239, cuando prescribe que los concelebrantes que están más cerca del celebrante principal reciben la paz de él antes que el diácono.
En fin, que el tan reclamado ars celebrandi no es cosa del otro mundo, ni se consigue con grandes piruetas, sino viviendo con hondura espiritual lo que la liturgia dispone, sin disminución ni añadiduras. Pax.
Jaume González Padrós
[Rev. "Liturgia y Espiritualidad" 3 (2010) 175-176]