Más o menos se tiene claro que, durante el tiempo pascual, el cirio debe estar situado cerca del ambón o en un lugar destacado dentro del presbiterio, como nos indica el Caeremoniale episcoporum 343. Pero... cuando acaba el citado tiempo, el destino de nuestro querido cirio es incierto en no pocos lugares.
Si de una comunidad parroquial se trata (o de la iglesia madre en una diócesis) la localización del cirio pascual es, en teoría, muy clara: en el bautisterio. Sí, al lado de la pila bautismal, para que, en cada celebración del bautismo, se puedan encender los cirios de los neófitos en la llama de este. Y, cuando se celebren las exequias de un cristiano, pues hay que sacarlo de ahí y ponerlo, reverentemente, cerca del féretro, para que, junto con la aspersión del agua, el recuerdo del bautismo ilumine este momento decisivo.
No hay lugar a dudas. O sea que la sacristía no es su sitio, ni permanentemente en el presbiterio (problema a la vista en esas iglesias que algún premio Nobel en liturgia tuvo la feliz idea de poner en el presbiterio la fuente bautismal), ni en el trastero, ni al lado de san Judas Tadeo, por decir un santo muy atendido. No. El cirio pascual, al que tan solemnemente entramos procesionalmente en la Vigilia, al que perfumamos hasta el límite de la asfixia, al que cantamos las alabanzas más gloriosas de todo el año… ese cirio… al acabar el tiempo pascual no puede pasar, ipso facto, a ser un pobre desgraciado, «por ser él quien es». Y no es difícil darle un lugar digno. Ya lo tiene asignado de antemano.
Jaume González Padrós
[Rev. Liturgia y Espiritualidad 5 (2013) 324]