¿Autoridades civiles en el presbiterio?

Flash litúrgico publicado en Liturgia y Espiritualidad.

A veces en celebraciones especialmente solemnes, con un eco social o, incluso, político, donde se hacen presentes autoridades del mundo civil, se presenta la duda de su colocación dentro de la asamblea. Y, en ocasiones, cuando nos sale la vena de ser más papistas que el papa, si el presbiterio es espacioso, podemos incluso pensar que el lugar más destacado sea ese para los gobernantes que nos visitan. ¿Esta es una buena elección? Ciertamente no.

Pero vayamos a las auténticas autoridades –en materia litúrgica– que no son otras que los libros litúrgicos. Sí, sí... ellos. Ni los ceremonieros, ni el jefe de protocolo del mandamás, ni la sacristana con mal genio... Solamente los libros.

En el Caeremoniale Episcoporum se lee con claridad lo que sigue: «El que gobierna la República, si viene a la liturgia por su oficio, es recibido por el Obispo, ya revestido, en la puerta de la iglesia, y si es católico, y se juzga conveniente, le ofrece agua bendita, lo saluda según se acostumbra, avanza a su izquierda y lo conduce al lugar destinado, fuera del presbiterio. Terminada la celebración lo saluda, cuando se retira» (núm. 82). Hemos subrayado a propósito el fuera del presbiterio.

Y lo mismo dice en el número siguiente, refiriéndose a «los otros magistrados, que tienen la más alta autoridad en el gobierno de la nación, la región o la ciudad».

O sea que en el santuario o presbiterio debe estar quien debe estar, y que la Institutio del misal lo dice con precisión: «El sacerdote celebrante, el diácono y los demás ministros ocuparán un lugar en el presbiterio» (núm. 294), y «El presbiterio es el lugar donde está el altar, se proclama la palabra de Dios y el sacerdote, el diácono y los demás ministros ejercen su oficio» (núm. 295).

Y, ya que hablamos de esto, digamos también que es igualmente inadecuado que, en este espacio sagrado se coloquen otras personas, ya sean niños, jóvenes, damas de honor, caballeros –con caballo o sin él–, representantes de grupos o la junta de economía de la parroquia. El misal nos dice quién debe estar. Nadie más, nadie menos. Y, ¿por qué?

Pues porque como recuerda la misma Institutio la disposición del edificio sagrado debe ser como una imagen de la asamblea reunida, y esta asamblea, dispuesta jerárquicamente y en la diversidad de ministerios, constituye «una unidad íntima y coherente, a través de la cual se vea con claridad la unidad de todo el pueblo santo» (núm. 294).

O sea que, si cada uno está en su lugar, dentro del amplio espacio simbólico de una iglesia de rito romano –como es nuestro caso– estamos manifestando aquello que es la Iglesia en su naturaleza más auténtica: Cuerpo de Cristo, donde los miembros no se mezclan unos con otros a capricho, sino que todos respetan su orden natural –y en nuestro caso, sobrenatural– en vistas a la salud y edificación de todo el cuerpo.

Si ya nos lo decían nuestras abuelas que, sin ser liturgistas, sus labios rebosaban sabiduría: Un lugar para cada cosa, y cada cosa en su lugar. Aquí eso también se aplica a las personas y las iglesias. ¡Ea! ¡Un besazo a las abuelas!

Jaume González Padrós