La Eucaristía en «La Vida en Cristo» de Nicolás Cabasilas (I)


La Eucaristía, culmen de los Misterios

Crucifixión, Raúl Berzosa
«La vida en Cristo» es el título de una de las obras maestras de Nicolás Cabasilas (ca. 1322-1398), uno de los teólogos bizantinos más conocidos en occidente, cuya finalidad es ayudar a vivir, a todo el Pueblo de Dios, la espiritualidad litúrgica, que no es una espiritualidad posible o alternativa sino la fuente de la que dimana toda espiritualidad.
El santo ortodoxo está convencido de la necesidad de un «misticismo eclesial y sacramental» que nos ayude a entender y a vivir la verdadera «transformación en Cristo» que tiene lugar en los Santos Misterios. Por eso, a lo largo del libro, intenta mostrar la relación existente entre: la santa humanidad de Cristo, los sacramentos y la santidad cristiana. Y es que esta «vida en Cristo» es vivir y dejarse transformar en y por los Sacramentos, especialmente, por los tres de la Iniciación Cristiana que producen la ontología del ser cristiano.
El capítulo IV de dicho libro se titula: «Qué plenitud proporciona la Santa Comunión a la vida en Cristo» y, en éste, nuestro autor nos señala que aquellos se alimentan de la Sagrada Mesa reciben la suprema perfección de la vida ya que, en ella, se nos da a Cristo Resucitado, el cual, en los sacramentos de iniciación, nos purifica del lodo del pecado (Bautismo), activa en nosotros las operaciones del Espíritu Santo (Unción) y nos da a comer su mismo Cuerpo y Sangre (Eucaristía).
La Eucaristía, en palabras de Cabasilas, es «el último de los misterios» en cuanto al orden y a que, después de éste, no se puede añadir perfección, ya que es el culmen de todos. Y la eficacia de este Misterio reside en las mismas palabras de Cristo: «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él» (Jn 6,56), convirtiéndose él mismo en nuestro huésped y en nuestra morada.
Tenemos que ser conscientes, nos exhorta el autor, que en la Eucaristía no recibimos algo del Hijo de Dios sino al mismo Jesucristo, por esa razón «lo habitamos y somos habitados y llegamos a ser con él un solo y único Espíritu», llegándose a espiritualizar, en ese mismo instante, el alma y el cuerpo y todas las potencias; haciéndose realidad las palabras del Apóstol: «Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).
En medio de estas profundas reflexiones en torno al Misterium Fidei el místico ortodoxo nos sorprende con párrafos tan bellos como éste: «!Oh sublimidad de los Misterios¡!Que la inteligencia de Cristo se fusione con mi inteligencia y su voluntad con nuestra voluntad! ¡Su cuerpo se confunda con nuestro cuerpo y su sangre con nuestra sangre!... ¡Qué cierto que este Misterio sobrepuja a todos los demás y contiene en sí todos los bienes!». Y es que, por medio de la comunión sacramental, disfrutamos de Dios mismo y Dios se hace uno con nosotros en la más perfecta unidad.
Entre las obras exclusivas de la Eucaristía está, según nos señala el tesalonicense, la de «resucitar a los caídos por el pecado» ya que, al ser el pecado una violación de la Ley Divina, necesitamos una fuerza sobrehumana que pueda rasgar el libelo acusatorio. Pero, además, ha de ser reparada la injuria, cosa que nos excede, por eso Cristo se hizo nuestro pedagogo (cf. Gál 3,24) y nuestro médico, mostrándonos el camino y haciéndose él mismo camino, curando nuestras heridas con las suyas (cf. 1Pe 2,24) y convirtiéndose, al mismo tiempo, en médico y medicina.
El teólogo bizantino afirma que: «Sólo Cristo puede restituir íntegramente a su Padre el honor que le debemos y reparar nuestra ofensa». Y es que, al ofrecer su vida en propiciación por nuestros pecados, Jesucristo se convierte en sacerdote, víctima y altar, restituyendo al Padre la gloria que él debía ofrecer (cf. Jn 14,16) y que el Padre debía recibir, promulgando así la norma de vida de los hombres y haciendo germinar en la tierra la sabiduría celestial.
«En el Salvador, - nos dice Nicolás Cabasilas -, podemos contemplar la manifestación de la bondad divina», hecha carne en el Verbo por el Misterio de la Encarnación, que se hace accesible a los que vivimos en los sentidos. Por este Misterio, Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, devuelve a su Padre el honor debido, pero lo hace, subraya nuestro autor, por medio de su naturaleza humana, es decir, con su Cuerpo y con su Sangre, «única medicina poderosa contra el pecado… única fuerza que puede aniquilar la maldad».
La finalidad de la Encarnación es, por tanto, la de dar gloria al Padre (cf. Jn 18,37) por medio del Sacrificio de la Alianza nueva y eterna, que nos lavó del pecado y cumplió en sí toda justicia. Pero previo a este Sacrificio tenía que darnos a conocer al Padre a través de la Predicación, a través de la palabra y las obras, aunque esto le acarreara la muerte en el madero, los azotes en las espaldas, los clavos en manos y pies, la lanzada en su costado… pero «la sangre goteante de sus venas oscureció el sol, agrietó la tierra, santificó el aire y purificó el mundo entero de toda mancha de pecado».
El Bautismo, como hemos dicho anteriormente, nos purifica del lodo del pecado, pero cabría preguntarse qué hacer ante los pecados cometidos después del Bautismo. El monje atónita nos dice que este Misterio de la Sangre de la Nueva Alianza del Cuerpo Inmaculado es el único que «libra de toda culpabilidad delante del Juez divino a quienes se acercan a él contritos de sus pecados y confesados a su ministro».
Finaliza Nicolás Cabasilas diciendo que, mientras que el Bautismo se recibe una sola vez, a la Sagrada Mesa nos acercamos muchas para recibir «la única medicina de las enfermedades del hombre». Uniéndonos a Cristo y comulgando su Cuerpo y su Sangre, como el olivo injertado en el acebuche, somos capaces «de los más excelsos bienes – la remisión de los pecados, la herencia del reino –, que son frutos de la justicia de Cristo».

Salvador Aguilera López*

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Nota bibliográfica: para la versión española de «La vida en Cristo» nos hemos servido de la cuarta edición publicada por ediciones Rialp (Madrid 1999), de la colección Patmos, libros de espiritualidad.