Flash litúrgico publicado en Liturgia y Espiritualidad (2015)
Jaume González Padrós
Cuando se acercan las fechas navideñas en muchas parroquias, por no decir en todas, los feligreses, con los prestes respectivos, se apresuran a montar la representación del nacimiento del Señor - el belén de toda la vida - en algún lugar significativo de la iglesia. A menudo contemplamos verdaderas obras de arte, tanto por lo que respecta a las figuras que representan a los personajes del acontecimiento, como por el paisaje que se construye según la costumbre local.
A veces, este conjunto se coloca en el presbiterio, a manera de icono para ser venerado durante estos días, con una imagen del Niño casi en tamaño natural y que, grandes y chicos, se inclinan para besar cariñosamente. Nada que objetar hasta el momento.
Pero… pero… (nunca falta esta dichosa conjunción), lo que no es de recibo es que el Nacimiento se coloque delante del altar. Y mucho menos convertirlo en una cueva aparente o un pesebre donde, por no faltar, no falta ni una paja.
No olvidemos que el altar es el centro de la celebración sagrada, que ha sido dedicado (consagrado) con el santo crisma y que, por el hecho de sostener cuotidianamente las sagradas especies del Cuerpo y la Sangre del Señor, es una realidad también sagrada. Por ello se le venera con el beso, las inclinaciones, el incienso, las luces y las flores, amén de revestirlo con los manteles blancos como mesa del banquete pascual.
O sea, no está mal presentar un belén - con belleza - en el ámbito del presbiterio, si se tercia, pero nunca darle la centralidad, que debe tener el santo altar sin la más mínima duda, ni oscurecer los otros espacios litúrgicos principales como son la sede y el ambón. En ellos se hace presente (cf. SC 7) el Cristo vivo; en el pesebre navideño, sin embargo, simplemente evocamos el misterio poéticamente. Por tanto, ¿belén delante del altar? Claro que no.
Jaume González Padrós