De la cruz al crucificado. Notas en torno al arte cristiano

En unos párrafos quisiera compartir una serie de notas, fruto de la lectura del segundo capítulo de un interesantísimo libro que os recomiendo, en torno al paso que se da en la historia del arte cristiano «de la cruz al crucificado». El libro, titulado La Croce e il Volto. Percorsi tra arte, cimena e teologia, es obra del jesuita italiano Andrea Dall’Asta*.
Introducción. El autor comienza indicando la gran contraposición que existe entre el Christus triumphans del arte bizantino y el Christus patiens, el “varón de dolores” de Isaías, que aparecerá a partir del siglo XIII. Ante todo, hemos de decir que, en los primeros siglos, se privilegiará la “cruz sin crucificado” ya que hay un gran contraste entre la belleza de Dios y la dramaticidad e ignominia que conlleva el evento de la crucifixión. En el arte bizantino y también en el medieval, se dará preferencia al Christus gloriosus que encontraremos sentado en el trono, envuelto en una mandorla divina, vencedor de la muerte, en posición hierática, con los ojos abiertos y mirando a los fieles.
Sagrada Escritura. 1.- En el Antiguo Testamento, al leer el relato de la creación se dice que Dios ve la belleza que ha plasmado en la creación y en el culmen de ésta, es decir, en el hombre, creado a su imagen y semejanza (cf. Gén 1, 26). El autor del libro nos invita a leer en clave de “prefiguración cristológica” el salmo 45: «eres el más bello de los hombres, en tus labios se derrama la gracia» y el cántico del Siervo del Señor: «sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultaban los rostros... sus cicatrices nos curado»  (Is 53, 2-3.5). Hay un gran contraste entre el más bello de los hombres y el desfigurado y humillado; entre el rostro radiante que contemplaba Moisés en la tienda del encuentro o los apóstoles en el Tabor y el del Siervo del Señor ante el cual se ocultan los rostros para no verlo. Pero Cristo, el más bello de los hombres y, a la vez, desfigurado y humillado, intercede por nosotros, se pone en manos del Padre y con sus heridas nos cura. 2.- En el Nuevo Testamento encontramos la imagen joánica del buen Pastor: «Yo soy el buen (bello/kalós) Pastor» (Jn 10,11). En el arte paleocristiano encontramos a Cristo representado como un joven pastor, adolescente e imberbe, de belleza apolínea; su juventud es símbolo de su eternidad, es el Lógos eterno de Dios. En sus hombros lleva a la oveja perdida; él es el moscophóros, es decir, el que lleva el animal al sacrificio. No cabe duda que esta imagen bucólica hace referencia al mesianismo de Cristo y, a la vez, es una teofanía de la eternidad de Dios.
San Agustín y la filosofía griega. Para Aristóteles el ideal de la perfección consiste en la inmutabilidad de Dios. Entonces, ¿cómo entender un buen/bello Pastor desfigurado y sangriento? San Agustín dirá que no se puede entender la belleza sino a la luz de la cruz; lo cual es una antilogía con la filosofía griega. Cristo es a la vez bello y feo: él es el más bello de los hombres (cf. Sal 45), asume un cuerpo con toda su fealdad/pecado (cf. Is 53, 2-3). Esto lo interpretamos con san Pablo: «siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios» (Flp 2, 6) es la belleza y «se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres» (Flp 2, 7) es la fealdad. El Obispo de Hipona subraya la temática nupcial que subyace ya que el esposo bello se afea por amor a la esposa; se deforma para embellecerla, adornarla y enriquecerla. San Agustín reinterpreta la filosofía griega a la luz del misterio de la Encarnación y señala la estrecha relación que hay entre la belleza y lo divino; la belleza tiene un fundamento ontológico, al ser expresión visible del bien y el bien es la condición metafísica de la belleza. Además, el orden cósmico será el modelo de la belleza, la verdad y la bondad. Dios, origen y fin de la belleza, es ahora un “tú” vivo que no se puede separar del amor, por eso la Trinidad es el Ordo Amoris: son tres: el que ama, el amado y el amor. Y esta belleza de Dios se expresa en el que revela la “forma”: Cristo.
La cruz como símbolo de victoria. La cruz, desde los primeros siglos, es vista como el “triunfo de la vida sobre la muerte”; por eso, en torno a ésta se colocaba, por ejemplo, el monograma de Cristo, la corona, el alfa y omega (primera y última letra del alfabeto griego para indicar la totalidad de la historia de la salvación) o el pavo real (signo de la  inmortalidad). Podemos decir que, siguiendo el cuarto evangelio, la cruz es la revelación de la realeza del Hijo de Dios. En el mausoleo de Gala Placidia, que data del s. V y se encuentra en Rávena, encontramos la cruz como símbolo eterno y cósmico de gloria: crux splendidior cunctis astris. En la imagen se ve la cruz como polo, centro y pilar del mundo, como árbol cósmico y principio de dispersión y recapitulación. En San Apolinar in Classe, que data del siglo VI y se encuentra también en Rávena, encontramos la cruz gemada en un clípeo con fondo azul, rodeada de noventa y nueve estrellas, que ilumina todo el cosmos. Encima de ésta han colocado la palabra Ixthys, que significa pez y es un acróstico (“Jesús Cristo Hijo de Dios Salvador”) mientras que abajo: salus mundi (“salvación del mundo”) con el alfa y la omega. En la intercesión de los ejes de dicha cruz está el rostro de Cristo adulto, con largos cabellos y barbudo. El clípeo o círculo en el que ésta se encuentra habla de perfección, trascendencia y plenitud; tiene la forma del sol y sigue el movimiento de las estrellas alrededor de la polar. En la parte más alta está la mano del Padre que desciende entre nubes y, bajo la cruz, en un paisaje verde edénico en el que tiene lugar la Transfiguración, encontramos a los tres apóstoles que fueron testigos de ésta: Pedro, Santiago y Juan, representados en las tres ovejas; además, tal como relatan los evangelios, también vemos a Moisés y Elías, que están situados a los lados de la cruz. Siguiendo la descripción, observamos que, bajo la cruz, encontramos a san Apolinar orante, reproduciendo el gesto de Cristo en la cruz; junto a él doce ovejas que, según el autor del libro, son el rebaño del pueblo de Dios en torno a su pastor. Hemos de destacar que están en línea: la mano del Padre, la cruz de Cristo, san Apolinar, el altar y el celebrante; esto indica la continuidad entre la liturgia celeste y la terrestre. Aquí vemos cómo la visión de la gloria y de la pasión están íntimamente unidas.
De la cruz al cuerpo de Cristo. La cruz se convierte, en el medioevo, en puerta del cielo. En el mundo bizantino se da una humanización y comienzan a representar el cuerpo de Cristo. A finales del s. IX, se coloca en la cúpula a Cristo, teofanía del Altísimo, desapareciendo así el trono vacío para dar paso al Pantocrátor. El arte bizantino usa la direccionalidad de la altura para marcar la trascendencia divina (cúpula). Mientras que en el Panteón (Roma) hay una cúpula abierta para contemplar las alturas infinitas (aquí se destaca el movimiento ascensional y la luz como elemento cósmico; también la puerta del cielo), por el contrario, en la cúpula bizantina está el rostro de un hombre, representación antropomórfica de Dios, que se inclina sobre el hombre. En la Catedral di Monreale vemos cómo Cristo tiene una dimensión inmensa, desproporcionada con respecto al resto de personajes. En esta catedral italiana desaparecen el espacio y el tiempo. Los ojos del que observa convergen con la mirada del Pantocrátor que lo bendice con la mano derecha; éste, con rostro ascético, severo y magnético, irradia sabiduría y humanidad. Hemos de recordar ahora los iconos del Sinaí con sus asimetrías que hacen referencia a la doble naturaleza en Cristo, o los ojos dirigidos a los fieles, como para establecer un diálogo o encuentro; o los cabellos divididos en dos.
De la cruz al crucificado. No podemos decir que haya un paso inmediato de la cruz al crucificado. Por ejemplo, del s. I al VI encontramos la representación del cordero; desde el s. VII, con el Quinisesto (692), se pasa del símbolo a la realidad, de la figura a la forma, y aparece el Cristo victorioso sobre la muerte. Tras el simbolismo paleocristiano viene el crucificado, el cuerpo. En Santa María la Antigua (Roma), podemos ver una imagen de Cristo que, en el centro de la escena, tiene mayores proporciones que el resto de los personajes. Cristo reina desde la cruz que, con la ayuda de tres cuñas, está clavada en la roca; la cruz está en la confluencia de dos montañas, es el axis mundi, el árbol de la vida en el que ha sido reconciliado el hombre con Dios. Cristo está en pie, rey victorioso en majestad, con serenidad, y mira a los fieles con pietas. Vemos su cuerpo glorioso, triunfante, sin heridas y con los ojos abiertos, coronado con un nimbo dorado cruciforme; va ataviado con el colobium: vestido sacerdotal de color púrpura y de origen siriaco, que señala a Cristo como Sacerdote eterno que, con sus brazos en posición orante, abraza a toda la humanidad. La Madre de Dios, a la derecha de Cristo, tiene las manos cubiertas y mira a su Hijo. Juan, a la izquierda del crucificado, va vestido con un manto dorado; tiene el gesto de bendición, como el Pantocrátor, y en la otra mano sostiene un libro gemado. Además, encontramos otros personajes: Longinos con lanza, que certifica la muerte de Cristo y el otro personaje que sostiene la caña con la esponja empapada en vinagre. Esta escena, solemne y grandiosa en la simplicidad, es el momento del obscuratus est sol (Lc 23,44), el momento de la victoria sobre la muerte, sobre las tinieblas. Éste es el mismo Cristo que, en época románica, vestirá una túnica preciosa y será coronado. Y, por último, encontramos el Crucifijo de san Damián. En éste encontramos un gran efecto de profundidad causado por el espacio negro que hay al fondo, que quiere simbolizar el abismo de la muerte en el que el Hijo ha descendido para redimirnos. Encontramos también otras escenas o personajes: a la derecha María y Juan, a la izquierda las tres Marías y el centurión de Cafarnaún, con el hijo que Jesús había curado (cf. Jn 4,45-54). Abajo: Longinos con la lanza y el compañero con la esponja. En la parte alta: Cristo en su ascensión, en un círculo de fuego, vestido con hábitos reales, con una cruz dorada en su mano, rodeado y acogido por los ángeles; y, aún más arriba, la mano del Padre. El Cristo que vemos aquí tiene un cuerpo hierático y solemne, estilizado, vestido con un perizoma de lino y oro, anudado según el modo de los ornamentos litúrgicos. Su cuerpo se presenta como árbol de vida, sus brazos en posición del orante y, a la vez, en abrazo de acogida. Tiene los ojos abiertos mirando al cielo y, ante la muerte, gozoso por el encuentro con el Padre, está sereno y sus labios pronuncian una ligera sonrisa; en él no hay dolor ni sufrimiento sino serenidad y paz. La crucifixión es el esplendor de la belleza de Dios, sus heridas no violan su belleza. El Cristo de la cruz de san Damián es la vid mística (Jn 15,5) que, con los sarmientos unidos a ella, va dando sentido a la vida, haciendo ver que, fuera de ésta, todo es estéril e infecundo.

Salvador Aguilera López

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* A. Dall’Asta, La Croce e il Volto. Percorsi tra arte, cimena e teologia. Ancora, Milán 2017.