«El legado litúrgico de Benedicto XVI» (y XI)

Reflexión final. Dejadme, soy ya un viejo, que pronuncie al final algunas palabras, no para aconsejarles a uds. ¿quién soy yo?, sino para confesar mis carencias y pecados. Hay tres cosas que me hacen sufrir en el otoño de mi vida, aunque mientras vivimos Dios siempre nos ofrece la gracia de la conversión: primera, el hecho de no ser santo; porque un sacerdote que no es santo es siempre un sacerdote a medias y con el peligro próximo de hacer con frecuencia el ridículo, sobre todo cuando predica, confiesa y celebra la Misa; segunda, que no soy un buen conocedor de la buena y sana filosofía, porque sin una buena filosofía no es posible ser un buen teólogo; y tercera, que carezco del don de la sabiduría, porque ahora que me dedico a confesar -soy penitenciario- sin el discernimiento de espíritus, me encuentro con mucha dificultad para consolar, iluminar y fortalecer las conciencias de los penitentes en el encuentro sacramental con la misericordia y la justicia divinas. Está bien acoger y escuchar, pero si al final uno no tiene la adecuada palabra de Dios para cada uno hasta la misma gracia de la absolución corre el peligro de no resplandecer en su suprema grandeza. De todos modos, me consuelan aquellas palabras: “Si alguno peca, tenemos a uno que aboque ante el Padre: a Jesucristo, el santo” (1 Jn 2, 1). Además, nosotros somos solamente ministros de Jesucristo; no somos la fuente, somos meros conductos de la divina gracia. ¡Que nadie oculte  u ocupe el puesto de Jesucristo!
Muchas gracias por su atención.    

Pedro Fernández Rodríguez, OP

Publicado en la Revista «Liturgia y Espiritualidad»