Primera
cuestión. ¿Qué es la sagrada
Liturgia? Nos planteamos esta pregunta en orden a impedir se produzca en las
celebraciones litúrgicas la banalidad o el acostumbrarse a la celebración, de
tal modo que todo siga igual; además detrás de los diversos modos de concebir o
de vivir la liturgia están siempre las diversas formas de pensar la Iglesia y de
vivir la fe. Si “todo el rito de la religión cristiana procede del sacerdocio
de Cristo” [1],
la definición de la liturgia deberá plantearse en este contexto cristológico, y
por ello pneumatológico y eclesiológico, como lo hace, por ejemplo, la
constitución conciliar sobre la Liturgia, cuando dice: “Con fundamento, pues,
se considera la liturgia el ejercicio del sacerdocio de Cristo, en el que por
medio de signos sensibles se significa y de un modo apropiado a ellos se
realiza la santificación del hombre y, de este modo, se actúa el culto público
completo mediante el Cuerpo místico de Cristo, a saber, la cabeza y sus
miembros” [2].
La liturgia en cuanto acto del sacerdocio de Cristo y
de la Iglesia y respuesta de Dios es culto para Dios y gracia para el hombre, que
son los aspectos ascendente y descendente de la acción litúrgica, cuya
finalidad es la gloria de Dios, que implica la santificación del hombre. La
liturgia, vivida también interiormente, es oración y devoción, y entonces nos
disponemos para dar culto a Dios y acoger la gracia que Dios nos regala. El
culto es el ejercicio de la virtud de la religión informada por la fe, la
esperanza y la caridad. El culto es una acción contemplativa, donde lo
principal no es lo que se hace, sino lo que se cree y es eficaz no por lo que
se hace, sino por lo que se cree. Celebrar (lex
orandi) es profesar la fe, de modo que se manifiesta la lex credendi y nos coloca en la lex vivendi, fuera de todo protagonismo
humano.
La Misa no es sólo una comida entre amigos, reunidos
para conmemorar la última cena del Señor mediante el hecho de compartir el pan.
La Santa Misa es el sacrificio común que ofrece la Iglesia a Dios Padre, en la
que el Señor reza con nosotros y por nosotros y a nosotros se nos da. Es la representación
sacramental del sacrificio de Cristo. Hay hoy día una peligrosa tendencia a
minimizar el carácter sacrificial de la Misa y a ocultar el misterio y lo
sagrado con el pretexto de comprenderlo mejor. En fin, se percibe la tendencia
a presentar la liturgia resaltando arbitrariamente el carácter comunitario,
concediendo a la asamblea la capacidad de decidir sobre el modo de celebrar. Pero
por otra parte, existe también alguna aversión a un racionalismo lleno de
banalidad y de pragmatismo de ciertos liturgistas, en los niveles teórico o
práctico, y se constata una vuelta al misterio, a la adoración y al carácter
cósmico y escatológico de la liturgia.
En relación con la fe profesada en la liturgia es
preciso aludir a las traducciones litúrgicas. Es verdad, que celebrar en las
lenguas vernáculas favorece en algún sentido la participación, pero el abandono
total del latín favorece un provincialismo que oculta la universalidad de la
Iglesia, sobre todo en comunidades lingüísticamente plurales, hoy frecuentes. Además,
otro problema es la fidelidad al texto original en la transmisión de la fe. Las
traducciones ya hechas muestran que no se trata de un peligro, sino a veces de
una realidad. Es preciso estar atentos para no defraudar a las comunidades
cristianas celebrando una liturgia falsa, debido a la forma expresiva o al
contenido real. En este caso se pudiera hablar de superstición, porque en
materia de religión el vicio consiste en no respetar el justo medio según las
circunstancias debidas. De hecho, el culto divino que se hace al Dios verdadero
pero de una forma indebida sería la primera forma de superstición [3].
No olvidemos tampoco lo que, por otra parte es
evidente, que los cambios en la lex
orandi influyen en las acentuaciones de la lex credendi. En este contexto es muy importante recordar el
principio que nos ayuda a celebrar siempre con paz y devoción la liturgia, sean
las formas y los textos que sean: en al fe lo decisivo es la intención, no las
palabras, pues podemos encontrarnos con expresiones imperfectas de la fe de la
Iglesia, que jamás cambia, aunque puedan cambiar los textos. Al respecto ofrecemos
también la brillante frase de Santo Tomás de Aquino: “El acto del creyente no
finaliza en la frase, sino en la realidad” [4]. Por otra parte, sabemos que “la autoridad del Papa no
es ilimitada, pues está al servicio de la Santa Tradición” [5].
Pedro Fernández Rodríguez, OP
[1] S. TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae, III, 63, 3c.
[2] CONCILIO VATICANO II, Constitutio Sacrosanctum Concilium, n.
7: AAS 56 (1964) 101.
[3] Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae, II-II, 92.
[4] S. TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae, II-II, 1, 1 ad 2m.
[5] J. RATZINGER, Introduzione allo
spirito della liturgia. San Paolo. Cinisello Balsamo 2001, p. 161.