Tercera cuestión, En referencia al
ministro litúrgico nos encontramos tanto con el carácter institucional del
culto, como con la santidad del sacerdote.
No obstante, en las últimas décadas se ha favorecido un nuevo concepto
de liturgia a partir de la comunidad, olvidando la comunión con Dios. La
liturgia ya no es un acontecimiento instituido y celebrado por Jesucristo, sino
decidido y celebrado por la asamblea. Hoy la liturgia parece algo de la
comunidad y con la creatividad se inventan celebraciones según la propia
sensibilidad, quedando al final una auto presentación de la comunidad y
desapareciendo, así, lo esencial de la liturgia, que es un don de Dios, algo
recibido, algo dado. De este modo se pasa del objetivismo sacramental al
subjetivismo litúrgico y los nuevos valores son, pues, la creatividad que parte
de la propia autenticidad, a saber, de lo que cada uno es y quiere, y el
sentirse bien, acogidos y satisfechos durante las celebraciones.
Con todo, la liturgia es un hecho instituido, recibido,
ritual, y el genio de la liturgia romana es, además, sobrio. La verdadera
liturgia implica una forma cultual instituida. La liturgia no es un producto de
nuestra fantasía, de nuestra creatividad; en este caso sería un grito en el
vacío, una simple autoafirmación. Este culto se convertiría en una fiesta de la
comunidad, donde uno en vez de encontrarse con Dios se encontraría con los
demás y todo terminaría allí, quedando al final un sentido de frustración, de
vacío, de nada. Mera frustración y desengaño.
La creatividad mediante el verbalismo, las imágenes,
el ritualismo, el rubricismo, es una nueva forma de clericalismo disfrazado de transparencia.
La creatividad es la fagocitosis moderna de la liturgia, llevando las
celebraciones litúrgicas a deformaciones tales que ya no son fácilmente
soportables. La novedad es la regla de la vida moderna y también de la vida
cristiana, pero la novedad cristiana no rompe con la tradición, sino que la
presenta siempre en maneras vivas y atrayentes. Para nosotros la novedad se
refiere al modo, no a la realidad, que permanece siempre la misma. La liturgia
no es reformable; lo es sólo su forma exterior. En cambio, la actual presentación
de ofrendas, por ejemplo, es una novedad que nada tiene que ver con el rito
anterior, el ofertorio.
Algunos se comportan como si la liturgia fuera algo
construido por nosotros, olvidando que es algo recibido, algo que se nos ha
dado, siendo nuestra obligación transmitirla a los demás. Esta conducta,
negando una autoridad central, muestra que, en definitiva, cada comunidad puede
fabricarse su propia liturgia. Pero
cuando la liturgia es algo que cada uno se fabrica, entonces pierde su propia
verdad, a saber, el encuentro con el misterio, que no es algo producido por el
hombre, sino que es la fuente y el origen de nuestra fe y de nuestra salvación.
Para la vida de la Iglesia es
dramáticamente urgente una renovación de la conciencia litúrgica, una reconciliación
litúrgica, que vuelva a reconocer la unidad de la historia de la liturgia. “Estoy
convencido que la crisis eclesial en la cual hoy nos encontramos depende en gran
parte del derrumbamiento de la liturgia, que a veces es concebida incluso como si Dios no existiera, como si en
ella no importase más si Dios está presente, si nos habla o si nos escucha.
Pero si en la liturgia no se muestra más la unidad de la fe, la unidad
universal de la Iglesia y de su historia, el misterio de Cristo vivo, ¿dónde es
que la Iglesia aparece todavía en su substancia espiritual? Cuando la comunidad
se celebra a sí misma nada vale. Y, dado que la comunidad en sí misma no subsiste, sino que su unidad
tiene su origen en la fe en el mismo Señor, se vuelve inevitable en estas condiciones que se llegue a
disolverse en grupos contrapuestos, originando una Iglesia que se destruye a sí
misma” [1].
Una consecuencia de la creatividad moderna es la moda
actual de celebrar versus populum.
Ratzinger ha hablado con alguna frecuencia sobre este argumento. “Más allá de
todos los cambios, una cosa ha permanecido clara para toda la cristiandad,
hasta el segundo milenio ya avanzado: la plegaria mirando a oriente es una
tradición que conecta con los orígenes y es expresión fundamental de la
síntesis cristiana de cosmos e historia, de la defensa de la unicidad de la
historia de la salvación y del camino hacia el Señor que viene” [2].
Hasta el siglo XVI nunca se había dejado de insistir que las plegarias se
debían rezar mirando hacia oriente; cuando el sacerdote reza mirando a la
asamblea surge el peligro de concentrarse todo en sí mismo o en la asamblea. En
definitiva, para plasmar hoy día esta verdad tradicional bastaría colocar sobre
el altar un crucifijo que nos invite a mirar todos a Cristo, que es el
verdadero y único protagonista de la celebración.
Sobre
la santidad del ministro todo lo que se pueda decir es poco. Santo Tomás, en el
texto antes citado, alude curiosamente a dos aspectos exteriores, la
alimentación y el vestido, aunque en otros lugares se detuvo ampliamente en
señalar la santidad de los ministros. “Para el digno ejercicio de las órdenes
no basta una bondad cualquiera, sino que se requiere una bondad eminente, pues
así como son puestos en un puesto elevado, así deben ser superiores en la
santidad”[3].
Nosotros queremos fijarnos
especialmente en la santidad del ministro, pero es preciso encuadrar este
argumento de la santidad del sacerdote en el contexto de la santidad del culto
litúrgico. Es decir, el sacerdote debe ser santo porque está obligado a tratar
santamente lo que es santo y, además, tratando santamente lo santo él mismo se
santifica. Y la manera concreta de tratar santamente la santa liturgia es
celebrarla con devoción, haciendo de la celebración una auténtica oración o un verdadero
encuentro con Dios; en este sentido es de agradecer respetar los momentos de
silencio ya existentes en la celebración. No olvidemos que misión especial de
la liturgia es hacer presente a Dios en este mundo y, en concreto, en la
comunidad donde se celebra la acción litúrgica.
“Esta caridad pastoral fluye sobre todo del sacrificio
eucarístico, que se manifiesta por ello como el centro y raíz de toda la vida
del presbítero, de suerte que lo que se efectúa en el altar lo procure
reproducir en sí el alma del sacerdote. Cosa que no puede conseguirse si los
mismos sacerdotes no penetran más íntimamente cada vez, por la oración, en el
misterio de Cristo” [4].
“El culto agradable a Dios, en efecto, jamás es un
acto meramente privado, sin consecuencias en nuestras relacione sociales; él
exige el testimonio público de la fe. Esto vale obviamente para todos los
bautizados, mas se impone con una exigencia particular en relación a quienes,
por la posición social o política que ocupan, deben tomar decisiones a
propósito de valores fundamentales, como el respeto y defensa de la vida
humana, desde la concepción hasta la muerte natural, la familia fundada sobre
el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la
promoción el bien común en todas sus formas. Tales valores no son negociables” [5].
Pedro Fernández Rodríguez, OP
[1] JOSEPH RATZINGER, La mia vita: ricordi, 1927-1977. Autobiografia. San Paolo. Cinisello Balsamo 1977, pp. 112-113.
[2] J. RATZINGER, Introduzione
allo spirito della liturgia. San Paolo. Cinisello Balsamo 2001, pp. 70-71.
[3]
S. TOMÁS DE AQUINO, Summa
Theologiae, Suppl. 35, 1 ad 3m.
[4] CONCILIO VATICANO II, Decretum de presbyterorum ministerio et
vita, n. 14: AAS 58 (1966) 1013.
[5] BENEDICTO XVI, Adhortatio
apostolica Sacramentum caritatis(22-II-2007), n. 83: AAS 99 (2007) 169.