Introducción
La sagrada Liturgia es una
realidad esencial en la vida de la Iglesia y, especialmente, en la vida del
sacerdote dedicado por vocación y consagrado sacramentalmente al servicio
litúrgico. “La realización de este servicio no sólo remedia las necesidades de
los santos, sino que además redunda en abundante acción de gracias” (2 Cor 9,
12). Hay una relación estrecha entre el homo
Dei y el púlpito, el confesonario y el altar, porque la Iglesia le ha
confiado el mysterium salutis de la
palabra, del perdón y del sacrificio. El
sacerdote es otro Cristo, mano derecha de Dios, boca de Dios, hombre del culto,
maestro, confidente y amigo; en fin, demasiado para nosotros, pobres criaturas,
sobre todo si no nos acostumbramos a fijar nuestra vista con fe en Jesucristo
muerto y resucitado, “que inició y completa nuestra fe” (Heb 12, 2). Es
evidente que llevamos este tesoro celestial en vasos de barro.
Además,
la vida litúrgica se mueve en el estrecho y profundo vínculo entre culto y
tradición de la Iglesia. Me refiero a una conexión esencial, pues el culto no
es algo inventado por el hombre, ni siquiera por la Iglesia, sino un encargo
divino; ha sido Dios a decirnos cómo y cuándo debemos rendirle culto. La
tradición de la Iglesia es viva y, por ello, toda posible reforma litúrgica se
hace sólo orgánicamente[1],
a saber, en fidelidad a la tradición, partiendo de lo que hay, pues en la
liturgia no se puede prescindir de lo que hay para crear algo nuevo; ninguna
autoridad de la Iglesia puede imponer una liturgia que por hipótesis no fuera
fiel a la tradición. La vida procede de la vida, no de la muerte.
En
el momento actual existen muchos frentes en la vida de la Iglesia y es preciso
distinguir lo esencial de lo secundario, no tanto porque no hay tiempo que
perder, que no somos tan importantes, sino porque de nuestras distracciones se
sirve el enemigo y sus servidores, víctimas no más, para sembrar la cizaña. Por eso Benedicto XVI eligió la
sagrada Liturgia, que es una realidad esencial en la vida de la Iglesia y en la
vida de cada cristiano, indicándonos que , por principio, no podemos
permitirnos la posibilidad de defraudar a los fieles celebrando una liturgia contaminada
por el error en la fe o en las formas; el Papa emérito respondió a este
interrogante desde la raíz, legislando la posibilidad de celebrar como se
celebraba antes de la reforma.
Pedro Fernández Rodríguez, OP
[1] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitutio
Sacrosanctum Concilium, n. 23: AAS 56 (1964) 106.