Introducción
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Además,
la vida litúrgica se mueve en el estrecho y profundo vínculo entre culto y
tradición de la Iglesia. Me refiero a una conexión esencial, pues el culto no
es algo inventado por el hombre, ni siquiera por la Iglesia, sino un encargo
divino; ha sido Dios a decirnos cómo y cuándo debemos rendirle culto. La
tradición de la Iglesia es viva y, por ello, toda posible reforma litúrgica se
hace sólo orgánicamente[1],
a saber, en fidelidad a la tradición, partiendo de lo que hay, pues en la
liturgia no se puede prescindir de lo que hay para crear algo nuevo; ninguna
autoridad de la Iglesia puede imponer una liturgia que por hipótesis no fuera
fiel a la tradición. La vida procede de la vida, no de la muerte.
En
el momento actual existen muchos frentes en la vida de la Iglesia y es preciso
distinguir lo esencial de lo secundario, no tanto porque no hay tiempo que
perder, que no somos tan importantes, sino porque de nuestras distracciones se
sirve el enemigo y sus servidores, víctimas no más, para sembrar la cizaña. Por eso Benedicto XVI eligió la
sagrada Liturgia, que es una realidad esencial en la vida de la Iglesia y en la
vida de cada cristiano, indicándonos que , por principio, no podemos
permitirnos la posibilidad de defraudar a los fieles celebrando una liturgia contaminada
por el error en la fe o en las formas; el Papa emérito respondió a este
interrogante desde la raíz, legislando la posibilidad de celebrar como se
celebraba antes de la reforma.
Pedro Fernández Rodríguez, OP
[1] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitutio
Sacrosanctum Concilium, n. 23: AAS 56 (1964) 106.