A veces asistimos en la celebración litúrgica a una especie
de «más difícil todavía». Que ¿a qué nos referimos? No, no, querido lector, no
es otro delirio del fotógrafo y su flash. Se trata de algo que, seguro, has visto
más de una vez. La situación es la siguiente: sacerdote celebrando un
sacramento sin auxilio de acólito ni nada que se le parezca. Entonces, llega el
momento de la oración, sea esta la colecta de la misa o la postcomunión, o la
bendición del agua bautismal, o la parte de la plegaria eucarística que le han
asignado como concelebrante, o la que sea donde sea. ¿Estamos? ¿Sí? Venga. Pues
resulta que, en este momento, el bueno del sacerdote en cuestión, ya que no
tiene
donde apoyar el libro, lo toma en sus manos, es decir, en SU
mano, y la otra (tiene dos), pues la otra la eleva solita. O sea, con una mano
aguanta el libro y con la otra…. Ra-ta-ta-ta-ta…(sonido de tambores circenses
anunciando el peligro) hace el gesto del orante. Vamos a ver. ¿Esto va a misa?
Esta situación tan pintoresca, ¿es un gesto previsto en nuestra romana liturgia
y, por tanto, significativo de algo? Pues no, no, y requetenó. Y esta
afirmación la sostengo después de leer el Caeremoniale Episcoporum 104-109
donde se explica la manera de tener las manos orando litúrgicamente. Por tanto,
si debes aguantar el libro lo aguantas y punto. Con toda la elegancia y
modestia que puedas. Así de sencillo. No olvidemos que, en la liturgia,
todo debe ser auténtico, y debe aparecer como tal. Las manos elevadas son eso,
en plural; o dos o ninguna. Forzar los gestos, así como las palabras o el tono,
es una mala praxis en lo litúrgico. Y no olvidemos, por otra parte, que, a
nosotros, pobres pecadores, una mosca nos distrae de la oración. Imagínate,
pues, si el ministro sagrado se pone a hacer equilibrios. La naturalidad
serena, al servicio de lo auténtico, es lo mejor para orar en verdad. ¡Ea!
Queda dicho.
Jaume González
Flash publicado en la revista Liturgia y Espiritualidad.