4. La secularización interna de la Iglesia
El
concilio comenzó, en cierto sentido, con su clausura, el 8 de diciembre de
1965. Allí comenzaron las luchas entre unos y otros, que algunos llaman
renovadores y conservadores, cuando no se trataba de renovar o de conservar,
sino sólo de aplicar el concilio en fidelidad a la tradición. Ahora nos
planteamos no sólo las cuestiones anteriormente señaladas de la interpretación
y de la recepción, sino también de la aplicación, considerando los frutos
conciliares con los que nos encontramos ahora. A partir del magisterio, de la
teología y del sensus fidelium,
reflexionaremos sobre las divergencias que hubieran podido existir entre estas
tres instancias. Las decisiones eclesiales de fondo siguen siendo válidas,
mientras las formas de su aplicación en nuevos contextos pueden cambiar. ¿Proceden
los problemas de los textos doctrinales del concilio o de las medidas
operativas, las cuales habrían recibido una regulación aplicativa inadecuada,
haciendo surgir en el posconcilio situaciones que todavía nos oprimen?
Pero también conviene preguntarse ¿qué habría sido
de la Iglesia Católica sin el Concilio Vaticano II tal como aconteció? Es
cierto que al principio del concilio se echó por tierra de un modo brutal todo
el entramado documental preparado previamente por la curia vaticana en aquel
octubre de 1962. Pero recordando el Sínodo Romano ¿no era un peligro que
hubiera pasado algo parecido con el concilio de la Iglesia Católica? Los
esquemas aprobados por la comisión central mostraban la verdad de la fe y de la
tradición, pero carecían de entusiasmo; no atraían; estaban en otro nivel.
Algunos piensan que hubiera sido mejor no celebrar el concilio, pero una vez
que se celebró pasó el mal menor de lo que podía haber pasado. De todos modos,
se advertía que era necesario hacer algo y lo que habían preparado en Roma no
era suficiente. Al final, sabemos que el concilio fue fruto de la teología
alemana, belga y francesa y los teólogos que hicieron el concilio fueron sobre
todo religiosos, jesuitas y dominicos. Y Pablo VI, tuvo que guiar un concilio
que, quizá él no hubiera convocado, buscando con prudencia la posible comunión
entre las diversas almas del Vaticano II; había que evitar el fracaso
conciliar. Todo esto nos lleva a advertir los límites del concilio, sin ocultar
tampoco su grandeza.
Un problema que, en algún sentido, está en el
origen de todos los demás, es la voluntad conciliar de pasar del choque de la
Iglesia con el mundo moderno al diálogo de la Iglesia con el mundo moderno. Por
cierto, no es la primera vez que se constata este cambio; ya los modernistas
pretendían lo mismo y la nueva teología deseaba también restablecer este
diálogo con el mundo. La intención fue buena y ¡cómo no aceptarla!, pues la
Iglesia no es un museo, sino anuncio y celebración de la salvación de
Jesucristo. Con todo, no sé si nos encontramos ante un error de perspectiva,
pues si Cristo nos ha enviado al mundo a anunciar su nombre y su salvación y es
esto lo que provoca el conflicto con el mundo, el deseo de diálogo con el mundo
será siempre un buen deseo, mas irrealizable, en la medida que nos mantengamos
fieles a nuestra verdadera misión en el mundo. Quiero decir que la amistad
entre la Iglesia y el mundo es un ideal imposible, por más que nos esforcemos
en hacer amable la fe. En fin, aquellos profetas de desventuras no estaban tal
mal orientados.
El equívoco de fondo, que explica otras realidades
equívocas, que se hallan actualmente en la vida de la Iglesia, es el
antropocentrismo conciliar, con cuya expresión queremos indicar que se ha
colocado al hombre en el centro, haciendo de él el punto de convergencia, de
apoyo y de síntesis de los datos revelados. La pregunta es si lo natural y lo
sobrenatural han terminado siendo concebidos como una sola realidad, originado
un cristianismo mundanizado, siendo así que Cristo nos envió al mundo con la
condición de no ser del mundo. Una Iglesia sin aire sobrenatural no respira y
muere. De este modo se ha cambiado de paradigma, del teocentrismo se ha pasado
al antropocentrismo, según el modelo propuesto por la modernidad y quizá
también por el modernismo y por la nueva teología. Una gran comodidad rige y gobierna hoy en
tantas realidades eclesiásticas y muchos cristianos han dejado de pensar en la
vida del más allá y hasta muchos sacerdotes han dejado de predicar los
novísimos; incluso muchas homilías católicas pudieran ser protestantes. De
hecho, yo que me paso muchas horas confesando cada día, advierto que lo que se
predica tiene poco que ver con lo que se confiesa. El optimismo ingenuo ha sido
siempre una luz que deslumbra, sin jamás iluminar la realidad.
Ahora bien,
tengamos en cuenta que estas cuestiones no podemos separarlas del contexto
de la aldea global en la que todo se interpreta según los intereses de quienes
mueven nuestra sociedad tan sometida a
los dictámenes de los mass media y de
quienes los controlan. ¡Esos poderes ocultos que lo manejan todo desde las
bambalinas! Quiero decir que la aplicación de los textos operativos del
Concilio ha coincidido con la contestación juvenil del 68 y con el proceso de
secularización que cayó sobre la Iglesia católica en aquellos años, como antes
había caído sobre los protestantes. Algunas casas de formación teológica han
sido verdaderos centros de deformación cristiana en cuanto al pensamiento y en
cuanto al estilo de vida. Un ejemplo de esta realidad fue la instrucción de la
Conferencia Episcopal Española intitulada Teología y secularización, a los
cuarenta años del Concilio, de marzo de 2006. En fin, ante tanta
desacralización en el modo de pensar la fe y de celebrar los misterios, surgen
de nuevo las preguntas de cómo hacer hoy teología[1]
y cómo anunciar y celebrar hoy nuestra fe católica, pues a ello nos invita el
Año de la Fe.
Dejando atrás ya el Concilio Vaticano II, cuya
efemérides recordamos a sus 50 años, nuestra mirada se fija en la situación
actual de la Iglesia católica: es una Iglesia demasiado acomodada a este mundo,
lo cual se advierte si nos fijamos en la situación actual de las llamadas
fuerzas vivas de la Iglesia, como la vida religiosa, los sacerdotes, las obras
diocesanas, etc., de tal modo que con demasiada frecuencia a la Iglesia se la
valora no por lo que a ella es esencial, la evangelización y el establecimiento
del reinado de Cristo en este mundo mediante la vida de la gracia, sino por las
obras sociales que realiza, sobre todo en este momento de crisis económica. En
este sentido, sería muy triste que una orden religiosa, como los frailes
dominicos, pasaran de la salus animarum
al diálogo con el mundo, perdiendo su identidad fundacional. Sería igualmente
triste que los religiosos provocáramos más admiración que imitación, pues
cuando la sal pierde el sabor no sirve
ya para nada.
Padre Pedro Fernández, op
[1] COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Teología hoy: perspectivas, principios y criterios
(8-III-2012).