2. Una cuestión previa: los verdaderos contenidos del
Concilio Vaticano II
Sabemos que la intención del Concilio Vaticano II,
en palabras de Juan XXIII, fue proponer la doctrina permanente de la Iglesia en
un lenguaje nuevo, distinguiendo explícitamente entre el dogma propiamente
dicho, misterios que hay que aceptar humildemente, y las explicaciones
teológicas, que son diversas, pues la razón formal de la fe (la autoridad de
Dios) es distinta de la razón formal de la teología (la autoridad de la razón
iluminada por la fe)[1].
Por eso, el concilio fue calificado en diversas ocasiones de concilio pastoral,
pues se pretendía que la Iglesia se hiciera presente en toda su realidad divina
y humana en el tiempo contemporáneo. También fue intención del concilio la
reforma de la Iglesia en el sentido de proponer con más pureza e integridad, si fuera posible, la doctrina
constante de la Iglesia, en orden a que los ya estaban dentro fueran más fieles,
una vez librados de las adherencias negativas del tiempo y del espacio, y los
que estaban lejos advirtieran mejor la credibilidad de la Iglesia.
Los textos del Concilio Vaticano II tienen la
autoridad de la doctrina católica, propia del magisterio ordinario de un concilio
pastoral. “El magisterio de la Iglesia , aunque no ha querido pronunciarse con
sentencia dogmática extraordinaria, ha
prodigado su enseñanza autorizada acerca
de una cantidad de cuestiones que hoy
comprometen la conciencia y la actividad del hombre”[2].
He aquí algunos criterios de lectura creyente de los documentos del Concilio
Vaticano II: principio de la totalidad, es decir, los textos han de ser
considerados como un conjunto; unión entre doctrina y pastoral, pues estamos
ante el magisterio episcopal diferente del magisterio teológico; armonía entre
letra y espíritu, pues el espíritu del concilio nunca podrá finalizar en contra
de la su letra; tradición y reforma, es decir, ofrecer la misma fe en los
nuevos contextos históricos; fidelidad y aggiornamento,
en orden a poder ofrecer al hombre de hoy la fe de siempre en un lenguaje
actualizado.
En este sentido, leemos las cuatro constituciones
conciliares: la Lumen Gentium con su
propuesta de una Iglesia comunión; la Dei
Verbum, con su doctrina sobre la primacía de la revelación divina; la Sacrosancum Concilium, donde se nos invita
a participar activamente sobre todo en la liturgia eucarística, fons et culmen de la Iglesia; y la Gaudium
et Spes, donde la Iglesia se abre a la evangelización del mundo mediante el
diálogo. En fin, entiendo que el concilio deseaba preocuparse más de la forma
de presentarse la Iglesia al mundo, que de la sustancia de la Iglesia, que es
siempre la misma. Pero los hechos, según algunos, sobrepasaron las intenciones.
En consecuencia, no basta afirmar que los textos del Concilio Vaticano II están
de acuerdo con la tradición, hay que probarlo.
Además, si hoy se plantea la cuestión hermenéutica
del concilio ¿no será porque se ha pasado de lo claro a lo confuso? Algunos
afirman que el sentido de concilio pastoral se ha realizado dando la primacía a
la praxis, de manera que los textos son fruto de compromisos y se pueden
interpretar en conformidad con la tradición
o en contra. No se olvide que en el concilio en muchos casos hubo que encontrar fórmulas de consenso,
y por eso los textos conciliares
albergan un amplio potencial conflictivo, mientras que en otros concilios se
habían excluido los argumentos sobre los cuales los teólogos no estaban de
acuerdo. Recordemos que en orden a conseguir una aprobación casi unánime
de algunos documentos conciliares se añadieron o cambiaron algunas frases en
ellos, de tal modo que en algunos documentos se hallan como dos almas diversas.
Con esta cuestión no sólo nos preocupamos de la
interpretación del Concilio Vaticano II, sino también de su recepción, pues sabemos
que su recepción será fácil en la medida que se descubra la continuidad de sus
enseñanzas con respecto a la tradición; sin embargo, nos enfrentamos ante
algunas afirmaciones que dan que pensar. “El concilio representó una
revolución, o al menos fue interpretado así por quien no era católico, por su
apertura al mundo; como periodista lo interpreté también yo así”[3].
El Concilio Vaticano II fue “el 1789 de la Iglesia” (Leo Jozef Suenens
(1904-1996)[4]. “La
Iglesia hizo pacíficamente su revolución de octubre”[5].
El Concilio fue un “contra sílabo”[6]
y otros han hablado del final de la era de la Encíclica Pascendi; de hecho su centenario (8-IX-2007) pasó sin pena ni
gloria. También nos sorprende todavía el discurso de Pablo VI el 7 de diciembre
de 1965 caracterizado por su humanismo. “También nosotros y más que nadie somos
promotores del hombre”[7].
De todos modos, aquí no nos planteamos la cuestión de la Iglesia signo de contradicción
para el mundo, sino si (utrum) la
Iglesia ha permanecido semper fidelis
a la tradición.
Con todo, aunque no fue
intención del Concilio Vaticano II cambiar la tradición viva de la Iglesia, ni
tampoco lo podía hacer, es necesario reconocer la verdad del cambio
revolucionario acontecido en la Iglesia católica después del concilio. Los
hechos fueron así y yo los viví con los de mi generación. Es verdad, que no
estamos ya en la letra del concilio, sino en su recepción y, en consecuencia,
nos situamos en el posconcilio. Nadie puede negar las transformaciones en el
funcionamiento de las diócesis, de las parroquias, y las nuevas constituciones
de las órdenes y congregaciones religiosas. El viento era cambiarlo todo y la
palabra mágica era “aggiornamento”. La
revista Concilium se encargó de
animar el cambio; después surgió Communio
con algunos arrepentidos. Hasta las lecturas espirituales después del concilio
eran distintas de las lecturas anteriores al concilio. Después, todo fue
diferente.
Es verdad que la Iglesia es un sujeto que crece en
el tiempo y se desarrolla permaneciendo siempre el mismo. Pero el problema que
nos planteamos ahora no es el sujeto Iglesia, sino el objeto fe, preguntándonos
si la viva tradición de la Iglesia es la misma antes y después del Concilio
Vaticano II. Es preciso terminar de una vez para siempre con el antes y el
después del concilio, hablando de iglesia conciliar y de iglesia pre conciliar,
como si fueran dos Iglesias diferentes, pero ¿es ello posible viendo en las
comunidades cristianas dos almas que respiran aire diferente? La reforma en
continuidad o dentro de la tradición es una frase bella, pero ¿es cierta? Está
bien librar a la Iglesia de las ramas caducas, pero en la poda ¿no cayeron
también algunas ramas vivas? En fin, el concordismo a ultranza no sirve, pues si
el concilio se desgajó de la tradición cae por sí mismo, pues la regla de fe no
es el Vaticano II, ni el magisterio actual, sino la tradición viva de la
Iglesia.
Padre Pedro Fernández, op
[1] Cf. SAN AGUSTÍN, De utilitate credendi, 9 : PL 42, 83; MELCHOR CANO, De locis theologicis (1563), 12, 2 : Belda 2006, p. 686; El Magisterio de la Iglesia.
Ed. E. Denzinger. Barcelona 1963, p.
1789, p. 415.
[2] PABLO VI, Discurso en la sesión pública de clausura del Concilio Vaticano II
(7-XII-1965), n. 12: AAS 58 (1966) 57.
[3] BENNY LAY, Quelli che fecero il
concilio. Interviste e testimonianze. A cura di Filippo Rizzi. EDB. Bolonia 2012, p. 99.
[4] Se recuerda la respuesta del cardenal Louis Billot (1846-1931) a Pío XI,
cuando en 1923 le habló de la posibilidad de un concilio: “los peores enemigos
de la Iglesia, los modernistas, ya se están preparando, como ciertas señales
muestran, a producir la revolución en la Iglesia, un nuevo 1789”.
[6] Cf. J. RATZINGER, Principes de la théologie
catholique. Esquisse et matériaux. Téqui. París 1985, p. 427.
[7] PABLO VI, Discurso en la sesión
pública de clausura del Concilio Vaticano II (7-XII-1965), n. 12: AAS 58
(1966) 96.