La misa en rito hispano-mozárabe. Una sencilla explicación (III)



IV. Características de la misa en rito hispano-mozárabe 

A quienes estamos acostumbrados a la celebración eucarística en rito romano, nos llaman la atención varias peculiaridades de la misa hispano-mozárabe. Entre otras destacamos: la sencillez, las intervenciones de la asamblea, el papel del diácono, la riqueza eucológica, la abundancia de lecturas, el aleluya como conclusión de la liturgia de la palabra, los dípticos, el rito de la paz, el Credo, la fracción del pan, la bendición, la comunión bajo las dos especies. Algunas de estas características la diferencian no sólo de la liturgia romana sino también del resto de ritos. 

Sencillez
En la misa en el rito hispano-mozárabe, la sencillez es una característica emergente. La supresión del rito en el siglo XI impidió que esta liturgia siguiera evolucionando y adquiriera nuevos elementos o gestos.
En comparación con el rito romano descubrimos cómo la misa ferial tiene un inicio sobrio: tras el saludo de quien preside la celebración, se pasa directamente a las lecturas; cómo no encontramos ni signación para la lectura del evangelio ni beso del libro al finalizar el mismo; cómo la presentación de dones es una simple colocación del pan y del vino sobre el altar; cómo, cuando se emplea incienso, tan solo se inciensan las ofrendas y el altar, ni la cruz, ni el sacerdote ni el pueblo reciben incienso; cómo durante el relato de la institución no se muestra al pueblo la especie consagrada ni el sacerdote lo adora con genuflexión, ni la asamblea se pone de rodillas… 

Las intervenciones de la asamblea
Durante la celebración eucarística en rito hispano-mozárabe, la asamblea interviene en numerosas ocasiones.
En varios momentos se establece un diálogo entre el presidente y la asamblea litúrgica: en el saludo inicial, al inicio de la illatio , después del relato de la institución; entre el diácono y la asamblea: antes de proclamar el evangelio, al inicio de la illatio , antes de la bendición, en la despedida; e incluso cuando el lector anuncia el texto bíblico que va a leer, la asamblea responde con una aclamación.
Por otra parte, en los dípticos que recita el diácono, los fieles intercalan una respuesta litánica. También interviene la asamblea para recitar el Credo o cantar el Gloria, el Hagios o el Santo.
Ahora bien, la respuesta que encontramos de modo incesante a lo largo de toda la celebración y que caracteriza a esta liturgia, es «Amén». En las oraciones que recita o canta el sacerdote, el pueblo responde «Amén», al igual que a la conclusión doxológica que se añade después de cada oración. También con un «Amén» se sella la conclusión de cada una de las lecturas de la liturgia de la palabra. «Amén» es la respuesta de la asamblea a la s palabras sobre el pan, por un lado, y a la s palabras sobre el vino, por otro. «Amén» es el punto final de la plegaria eucarística. A cada una de las peticiones del Padre nuestro que es recitado por el sacerdote, la asamblea se adhiere con un «Amén». Finalmente, el buen deseo expresado en cada una de las tres invocaciones de la bendición, es acogido con un «Amén». 

Papel del diácono
Al igual que en el rito romano, en la liturgia hispano-mozárabe el diácono proclama el evangelio, invita a los fieles a darse la paz, despide a la asamblea y ayuda al sacerdote en todo lo referente al cáliz y al Misal. Pero además, en la misa hispano-mozárabe, cobra un papel especial como monitor y guía de los dípticos, pues la recitación de esta parte de la celebración se reserva al diácono. 

Riqueza eucológica
La liturgia hispano-mozárabe es particularmente rica en textos eucológicos, esto es, en oraciones. Prácticamente cada celebración tiene su formulario propio; en el Misal actual tenemos más de doscientos. Esto es expresión del valor catequético que se daba a la liturgia en la Iglesia hispánica. Éste era el medio empleado para infundir la doctrina católica y promover una espiritualidad verdaderamente cristiana en los fieles. Así, gracias a los textos de la misa, la teología se presentaba no como materia sujeta a ulteriores discusiones como ocurre en tratados, sermones u homilías, sino como iluminación de la fe, que el cristiano, sumergido en la presencia de Dios, iba asimilando.
Lo que más llama la atención en esta variabilidad de textos litúrgicos es que afecte también a la plegaria eucarística donde tan solo el diálogo introductorio, el relato de la institución y la conclusión doxológica son fijos. Pues, en el resto de ritos la plegaria eucarística es siempre fija, e incluso en algunos única, como ocurrió en el rito romano hasta el Misal de 1970.
La primera parte de la plegaria eucarística, la illatio , tiene como contenido, al igual que las plegarias eucarísticas de otros ritos, la alabanza a Dios y la acción de gracias por la historia de la salvación, desde la creación cósmica y la historia del pueblo de Israel hasta la redención por Cristo. Pero en el rito hispano-mozárabe se caracteriza, sobre todo, por su desarrollo más detenido, proclamando en ella el misterio celebrado, tanto en las fiestas y tiempos centrados en Cristo como en las de los santos. Además constituye una importante peculiaridad la explícita intención de dirigir la alabanza indistintamente a Dios Padre y a Jesucristo, su Hijo; así concluye el diálogo inicial: «A Dios y a nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, que está en el cielo, demos debidas gracias y alabanzas». Así, al dirigir tanto al Padre como al Hijo la oración y alabanza de la Iglesia, se afirmaba la plena divinidad de Cristo, igual al Padre en dignidad y majestad, que era rechazada por la doctrina arriana establecida en la península con los suevos y visigodos.
Por otra parte, en la oración que cierra la plegaria eucarística, post pridie , se recuerda, a veces , la muerte y resurrección de Cristo para actualizarla (anámnesis o memorial). Así se realiza un acto de fe ante el pan y el vino ofrecidos, pues se reconoce en ellos la realidad de la muerte de Cristo: el cuerpo destrozado y la sangre derramada. Siguiendo la tradición oriental, incluye la invocación al Espíritu para que transforme el pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, esto es, la epíclesis consecratoria, que en el rito romano se sitúa antes del relato de la institución. A veces aparece la epíclesis con palabras muy explícitas, nombrando al Espíritu, otras invocando al poder, la fuerza y la santidad de Dios sobre los dones del altar, y otras pidiendo sencillamente a Dios que se digne mirar nuestros dones. De este modo, al invocar al Espíritu tras el relato de la institución, se pone de manifiesto que la Iglesia, después de haber repetido lo mismo que Jesús hizo en la última cena, tiene todavía que pedir que la virtud divina cumpla la transformación de los dones eucarísticos. También se pide la acción de este mismo Espíritu en la asamblea (epíclesis «de comunión»).
Finalmente debemos señalar que en la plegaria eucarística hispana, la bendición y acción de gracias no se sitúa únicamente al comienzo de la misma, en la illatio , como ocurre en otras liturgias, sino que se extiende a toda la plegaria. Además, la acción de gracias no se limita solamente a la muerte y resurrección del Señor, sino que se fija también en las diversas maravillas obradas por Dios o en el conjunto de los dones recibidos del Señor. Así, por ejemplo, se contempla y se da gracias por la maravilla que Dios realizó por medio de la maternidad y virginidad de María que se pone en paralelo con la maternidad y divinidad de la Iglesia (plegaria eucarística de Navidad), a través del encuentro de Jesús con la samaritana (plegaria eucarística del domingo II de Cuaresma), del milagro de dar la vista al ciego de nacimiento (plegaria eucarística del domingo III de Cuaresma), de la resurrección de Lázaro (plegaria eucarística del domingo IV de Cuaresma) o ante las maravillas realizadas en los santos (plegarias eucarísticas de los diferentes santos). 

Abundancia de lecturas
La liturgia de la palabra en la misa hispano-mozárabe es extensa por el número de lecturas y por la longitud de las mismas. Este rito mantuvo tres lecturas para todas las misas; costumbre que en el rito romano desapareció pronto, reduciéndose a dos. Durante el tiempo de Cuaresma, además, el número de lecturas se amplía a cuatro.
Por otra parte, entre la primera y segunda lectura, o entre la segunda y tercera en el tiempo de Cuaresma, se canta un salmo. También la celebración romana perdió este salmo, pues al suprimir una lectura, el salmo se mezcló con el aleluya que en el rito romano precede al evangelio; gracias a la reforma litúrgica promovida por el concilio Vaticano II (1962-1965) el salmo responsorial se ha recuperado en el rito romano.
Sin embargo, la mayor originalidad la ofrecen las misas de los mártires en las que se intercala entre el salmo y la segunda lectura, el final de la narración de la pasión del mártir que se está celebrando, seguido de un fragmento del cántico de Daniel (Dn 3, 52-53. 57. 87-89). De este modo se subraya que el mártir ha participado con el sacrificio de su vida de manera plena y perfecta del sacrificio de Cristo. Además nos manifiesta la espiritualidad hispana, fuertemente marcada por la defensa de la fe desde la época romana hasta la musulmana, pasando por la arriano-visigoda.
Aleluya como conclusión de la liturgia de la palabra
En el rito hispano-mozárabe la liturgia de la palabra concluye con el canto del aleluya, denominado laudes , que durante el tiempo de Cuaresma es sustituido por una aclamación de alabanza. Esta particularidad del rito hispano-mozárabe fue defendida en el concilio IV de Toledo (año 633): la aclamación al evangelio no se canta antes del mismo, sino después.
En hebreo «aleluya» significa de manera apocopada «alabad a Yahvé»; de modo similar, laudes quiere decir en latín «alabanza». Sin embargo, aunque su origen apunta a la alabanza a Dios, la palabra se ha llegado a identificar con alegría, de ahí que en el tiempo cuaresmal sea sustituida por otra aclamación.
Así, este canto de alegría, el aleluya, se convierte en la acción de gracias por el anuncio salvador que hemos escuchado en las lecturas proclamadas y que ha sido explicado en la homilía. Por tanto, el aleluya no es la aclamación al evangelio, como sucede en el rito romano, sino la respuesta a la palabra de Dios. 

Dípticos
Entre la liturgia de la palabra y la liturgia eucarística tiene lugar la intercesión universal por las necesidades de la Iglesia y de la humanidad entera, denominada dípticos. La palabra dípticos es griega y hace referencia a una tablilla doble donde estaban anotados los nombres de los vivos por los que había que interceder, los difuntos que había que recordar, los santos que se debían nombrar…
Esta oración litánica es expresión de la comunión con toda la Iglesia (la jerarquía, el pueblo de Dios, los santos y los difuntos) y, contemporáneamente, intercesión por determinadas necesidades de orden temporal (los enfermos, los cautivos o encarcelados, los que van de viaje).
Este elemento es común a todas las liturgias. Sin embargo, en la liturgia hispano-mozárabe, los dípticos presentan un realce singular y no están mezclados con la plegaria eucarística sino que mantienen su independencia. Como consecuencia de esto la plegaria eucarística contiene sólo las partes más indispensables: acción de gracias, relato de la institución, anámnesis, epíclesis y doxología. 

Rito de la paz
En la misa hispano-mozárabe, el rito de la paz sigue a la oración universal. Está situado por tanto antes de comenzar la liturgia eucarística que tiene su centro en torno al altar, casi como obedeciendo el mandato de Jesús en el sermón de la montaña: si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda (Mt 5, 23-24). Es, además, una forma de manifestar la comunión eclesial que acaba de ser profesada en las intercesiones universales que preceden al rito de la paz.
En todas las liturgias encontramos el rito de la paz en este momento, excepto en la romana que pertenece a los ritos de preparación para la comunión y tiene lugar después del Padre nuestro y antes de la fracción del pan. 

Credo
El Credo, o Símbolo de la fe, comenzó siendo un elemento esencial de la liturgia bautismal: el neófito debía profesar su fe antes de ser bautizado. Sin embargo, las herejías hicieron que se fuera introduciendo en la misa para manifestar la adhesión a la fe verdadera. En Oriente su uso ya estaba generalizado en el siglo VI. En Occidente tardó más en extenderse a todas las liturgias.
La liturgia hispano-mozárabe fue la primera que en Occidente introdujo el Credo en la eucaristía; la disposición fue tomada en el concilio III de Toledo (año 589). Ahora bien, dos peculiaridades distinguen la recitación del Credo en el rito hispano-mozárabe del resto de familias litúrgicas: en primer lugar, el Credo se dice siempre en todas las misas y no sólo en los domingos o en los días más solemnes; y, en segundo lugar, el Credo se situó antes del Padre nuestro como preparación para la comunión y no entre la liturgia de la palabra y la liturgia eucarística. 

Fracción del pan
La fracción del pan es uno de los gestos realizados por Jesús en la última cena, así lo atestiguan las cuatro versiones neotestamentarias de la institución de la eucaristía (cf. Mt 26, 26; Mc 14, 22; Lc 22, 19; 1Co 11, 24). Es por tanto uno de los elementos esenciales de la celebración eucarística. Por otra parte, la fracción de los panes consagrados, era además una operación práctica y necesaria para poder distribuir la comunión.
Pero este rito adquirió en la misa hispano-mozárabe un contenido simbólico: Cristo se da a conocer en la fracción del pan. Al igual que los discípulos de Emaús reconocieron a Jesús al partir el pan (Lc 24, 30-31. 35), Cristo también se nos manifiesta a nosotros en la fracción del pan. Por eso los fragmentos hacen referencia a su vida y a su obra salvífica, siguiendo la exposición del Credo: encarnación, nacimiento, circuncisión, aparición, pasión, muerte, resurrección, gloria y reino. Así, en el momento en el que la comunidad va a participar del cuerpo y la sangre de Cristo, se pone en evidencia la relación de este sacramento con todo el misterio de Cristo, desde su encarnación hasta la gloria futura.
En un primer momento el pan se fraccionaba en siete partes, quedando excluidas de la serie de nombres «circuncisión» y «aparición», que por otra parte no están dentro del Credo. Se pretendía manifestar de este modo que Cristo era la llave de David que puede abrir los siete sellos que cierran el libro del Cordero descrito en el Apocalipsis (cf. Ap 5, 1-5). Sin embargo, como el año litúrgico contaba con dos celebraciones del Señor que no figuraban en la lista, se amplió la serie de los siete nombres, elevándolos a nueve, al insertar los títulos de estas dos solemnidades. Así fue como se introdujeron «circuncisión» y «aparición» entre «nacimiento» y «pasión».
Estos nueve fragmentos se colocan sobre la patena en forma de cruz. 

Bendición
En la misa hispano-mozárabe se imparte la bendición inmediatamente antes de comulgar, siguiendo las disposiciones del concilio IV de Toledo (año 633). No tiene, por tanto, el sentido de despedida, como en el rito romano, sino el de una preparación inmediata de los fieles a la comunión; es, concretamente, el último acto de preparación a la comunión. De este modo queda excluida la posibilidad de otra bendición al final de la misa. Además, se entiende que, al concluir la celebración, la mayor bendición que los fieles pueden llevarse consigo es la eucaristía que acaban de recibir.
Comunión bajo las dos especies
En el rito hispano-mozárabe, al igual que en las liturgias orientales, la comunión se distribuye bajo las dos especies: el pan y el vino. El sacerdote distribuye el pan consagrado a los fieles, diciendo a cada uno de los comulgantes: «El cuerpo de Cristo sea tu salvación», y el fiel lo recibe sin responder nada; después, el diácono, le entrega el cáliz, diciendo: «La sangre de Cristo permanezca contigo como verdadera redención» y el fiel, también sin decir nada, lo toma y sume de él la sangre de Cristo.


José Antonio Goñi