Cristo, fiel a sus palabras, está presente en su
Iglesia: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del
mundo» (Mt 28, 20). Y esta presencia se manifiesta de diferentes modos, tal y
como señaló el papa Pablo VI en el número 5 de su Encíclica sobre la doctrina y
culto de la sagrada Eucaristía Mysterium fidei (3 de septiembre de 1965),
basándose en el texto del número 7 de la Constitución sobre liturgia del
Concilio Vaticano II Sacrosanctum Concilium:
Presente está Cristo en su
Iglesia que ora, porque es él quien ora por nosotros, ora en nosotros y a él oramos:
ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra y
a él oramos como a Dios nuestro. Y él mismo prometió: «Donde están dos o tres
congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). Presente
está él en su Iglesia que ejerce las obras de misericordia, no sólo porque cuando
hacemos algún bien a uno de sus hermanos pequeños se lo hacemos al mismo
Cristo, sino también porque es Cristo mismo quien realiza estas obras por medio
de su Iglesia, socorriendo así continuamente a los hombres con su divina
caridad. Presente está en su Iglesia que peregrina y anhela llegar al puerto de
la vida eterna, porque él habita en nuestros corazones por la fe y en ellos difunde
la caridad por obra del Espíritu Santo que él nos ha dado. De otra forma, muy
verdadera, sin embargo, está también presente en su Iglesia que predica, puesto
que el Evangelio que ella anuncia es la Palabra de Dios, y solamente en el
nombre, con la autoridad y con la asistencia de Cristo, Verbo de Dios
encarnado, se anuncia, a fin de que haya una sola grey gobernada por un solo
pastor. Presente está en su Iglesia que rige y gobierna al pueblo de Dios,
puesto que la sagrada potestad se deriva de Cristo, y Cristo, Pastor de los
pastores, asiste a los pastores que la ejercen, según la promesa hecha a los apóstoles.
Además, de modo aún más sublime, está presente Cristo en su Iglesia que en su
nombre ofrece el sacrificio de la misa y administra los sacramentos. […] Es muy
distinto el modo, verdaderamente sublime, con el cual Cristo está presente a su
Iglesia en el sacramento de la Eucaristía. Tal presencia se llama real, no por
exclusión, como si las otras no fueran reales, sino por antonomasia, porque es
también corporal y substancial, pues por ella ciertamente se hace presente
Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro.
Dentro de todos estos diversos modos de presencia de
Cristo, queremos detenernos particularmente en su presencia en el sacerdote que
preside la celebración litúrgica.
Cristo está presente en el
sacrificio de la misa en la persona del ministro, ofreciéndose ahora por
ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz […] Cuando
alguien bautiza, es Cristo quien bautiza… (Sacrosanctum Concilium 7)
En diferentes momentos de la celebración queda patente
que el sacerdote es una raepresentatio Christi, actuando in persona
Christi. Por ejemplo, cuando en la consagración, el sacerdote dice los
adjetivos posesivos en primera persona: «…esto es mi cuerpo»; «…éste es
el cáliz de mi sangre». O en la aclamación que sigue a la consagración («Anunciamos
tu muerte…»), que al estar dirigida a Jesucristo, representado en el sacerdote
que preside, las rúbricas indican que se omita cuando no hay pueblo fiel, ya
que si solo está el presidente no puede decirla para aclamarse a sí mismo. Un
ejemplo más visual, mimético, se da en el jueves santo, en el lavatorio de los
pies cuando el sacerdote imita a Jesús que, quitándose el manto, lavó los pies
a sus discípulos.
Ahora bien, llama la atención que nadie representa a
Jesucristo en la procesión que inicia la misa del domingo de ramos, donde todos
aclaman a Cristo con palmas en las manos recordando la entrada triunfal de
Jesús en Jerusalén seis días antes de la Pascua (cf. Jn 12, 1-16). Todos,
incluidos el presidente y los concelebrantes, llevan palmas en sus manos y
aclaman a Cristo. Así lo indica tanto el Misal Romano como el Ceremonial
de Obispos o la Carta circular sobre las fiestas pascuales. Y, si el
presidente y los concelebrantes, estuvieran representando a Cristo, lo propio
sería que no llevaran palmas.
Si volvemos la mirada a la historia de la liturgia, encontramos
testimonios medievales que señalan de diferentes modos la raepresentatio
Christi en esta procesión,
variando según los lugares. Así, en Italia, Cristo era representado bien por el
Evangeliario, envuelto en un tapiz purpúreo, puesto sobre un portatorium
-una especie de féretro ricamente adornado-, que era portado por cuatro
diáconos, o bien por un gran crucifijo descubierto y rodeado de guirnaldas de
fresco verde.[1]
En Alemania, se llevaba un asno de madera que tiraba de un carrito sobre el cual
estaba colocada una estatua del Salvador.[2] En
Milán, era el propio arzobispo quien iba montado en un caballo representando a
Cristo.[3] En
Inglaterra y en Normandía, se llevaba en procesión la Santísima Eucaristía.[4]
Sin embargo, todas estas prácticas cayeron en desuso y
no ha permanecido ninguna. Lo más sencillo hubiera sido que, en la reforma
litúrgica postconciliar, habrían indicado que al presidente de la celebración
no le corresponde llevar palmas por este motivo. Pero no fue así. Queda, por
tanto, abierta la reflexión al respecto para una futura cuarta edición típica
del Misal Romano donde podrían
realizarse las correspondientes modificaciones.
José Antonio Goñi
Doctor en sagrada liturgia y
jefe de redacción de la revista «Phase».
[1] Cf. A. De Santi, «La Domenica delle Palme nella
storia liturgica», Civiltà Cattolica 57/II (1906) 3 y 159.
[2] Cf. E. Wiepen, Palmsonntagsprozession und
Palmesel, Bonn: P. Hanstein 1903; De
Santi, «La Domenica», Civiltà Cattolica 165.
[3] Cf. E. Porro, «La domenica delle palme», Ambrosius
2 (1926) 37.
[4] Cf. E. Bishop, «Holy Week rites of Sarum Hereford and Rouen Compared», en E.
Bishop, Liturgica Historica. Papers on the liturgy and religious life of the
Western church, Oxford: Clarendon Press 1918, 286.