El domingo de Pascua de la resurrección del Señor es
el gran día del año litúrgico, como acabamos de ver. Con razón se
puede decir de él que es el día primero; y no sólo porque encabeza la
semana como cualquier domingo, sino principalmente porque abre un
periodo festivo que dura cincuenta días: el tiempo pascual, nuevamente
denominado Cincuentena pascual. La reforma del año litúrgico tuvo el
acierto de restituir a este periodo su carácter unitario, perdido poco
a poco desde el momento en que empezó a llenarse de fiestas en cierto
modo aisladas y autónomas, dotadas incluso de octava; como ocurrió
con Pentecostés, cuyos ocho días siguientes acabaron de desbordar el
simbolismo de los cincuenta días de Pascua. La Cincuentena ha vuelto a
ser otra vez el tiempo simbólico que recuerda a Cristo resucitado
presente en su Iglesia, a la que hace donación de la Promesa del Padre,
el Espíritu Santo (cf. Lc 24, 49; Hech l, 4; 2, 32-33):
"Los cincuenta días que van desde
el domingo de Resurrección hasta el domingo de Pentecostés han de ser
celebrados con alegría y exultación, como si se tratase de un solo y
aún único día festivo, como un gran domingo (SAN ATANASIO). Estos son
los días en los que principalmente se canta el aleluya" (NUALC 22).
El tiempo pascual es, por tanto,
un tiempo fuerte del año litúrgico de tanta importancia como la
Cuaresma, a la que supera no sólo en duración, sino, sobre todo, en
simbolismo. La Cuaresma es figura de esta vida de prueba y tentación;
la Cincuentena, en cambio, representa la eternidad, la perfección de
la meta. Por otra parte, el tiempo pascual es el tiempo litúrgico
dedicado al Espíritu Santo, que ha brotado del costado de Cristo
muerto en la cruz (SC 5; Jn l9, 30. 34); y por ello es también el
tiempo modélico y emblemático de la Iglesia.
Una reflexión teológica y una
espiritualidad que se han ocupado muy poco de la tercera persona de la
Santísima Trinidad y que han ignorado prácticamente el papel y el
protagonismo misterioso que el enviado del Padre, por medio de Cristo
resucitado, realiza en la liturgia, son las causantes del olvido en la
catequesis, en la predicación y en la vida cristiana de la
estrechísima unidad entre Pascua y Pentecostés. El misterio de la
Pascua del Señor no es únicamente el misterio de la glorificación de
Jesús. Ahí están los textos bíblicos para demostrarlo, especialmente
el cuarto evangelio y los Hechos de los Apóstoles, tal y como la
Iglesia los lee y proclama en la liturgia del tiempo pascual. El
misterio pascual comprende también el don del Espíritu Santo, que el
Padre entrega a su Hijo Jesús como respuesta a su sacrificio, y que
éste derrama sobre la Iglesia, su cuerpo y Esposa (cf. Jn 20, 22; Hech
2, 33).
Y, desde ese momento, el Espíritu
actúa personalmente en la vida de toda la Iglesia y de cada uno de
los creyentes de mil maneras, pero sobre todo en la eucaristía y en la
liturgia, pentecostés permanente del Espíritu que es "del Señor y da
la vida". Por eso, si siempre es Pascua, porque toda la vida cristiana
se nutre del misterio de la muerte del Señor, siempre es Pentecostés,
siempre es el tiempo de ese don del Padre (cf. Jn 4, l0; l4, l6) y
del propio Cristo (cf. Jn l5, 26). Bajo este aspecto, el tiempo
pascual aparece como el periodo simbólico por excelencia de la actual
etapa de la historia de la salvación, la que pertenece a la Iglesia y
al Espíritu Santo.
El antecedente más remoto del
período pascual que sigue a la máxima solemnidad del año litúrgico lo
tenemos que buscar en el significado que tenía en la antigüedad
cristiana la palabra Pentecostés. Esta palabra, que en Hech 2, l y en
otros lugares del Nuevo Testamento designa la fiesta judía de las
Semanas, es utilizada por los escritores cristianos de los siglos III y
IV para referirse a un espacio indivisible de cincuenta días de
duración que se extiende desde la Pascua. San Ireneo en la Galia,
Hipólito en Roma, las Acta Pauli en Asia Menor, Orígenes en Alejandría
y como testigo de Palestina, Tertuliano en el norte de África y otros
autores dan fe de la existencia de esta cincuentena, que no tiene
nada que ver, salvo el nombre, con la fiesta judía durante la cual se
produjo la venida del Espíritu Santo (Hch 2, l-4).
Este periodo recibe también los
calificativos de santo, muy feliz, gozoso, festivo, etc., y los
nombres de solemnidad de la alegría, gran domingo, símbolo del siglo
futuro, etc. Lo curioso del caso es que se le atribuyen todas las
prerrogativas del domingo, especialmente las que afectan al ayuno y a
la oración de rodillas, prohibidos en el día del Señor. Para los
autores citados antes, Pentecostés es un tiempo de amnistía y de
perdón de las deudas, de alabar a Cristo, de ayudar a los pobres y
practicar la caridad fraterna, de celebrar la presencia del Novio
entre sus amigos (cf. Mc 2, l9-20) y par), de celebrar el bautismo y
de dedicarse al recuerdo de la resurrección del Señor por la gracia
del Espíritu Santo. De todo esto resulta que la antigua fiesta anual
de la Pascua que conocemos desde la controversia del siglo II contaba
con un periodo de cincuenta días, que eran como una prolongación y una
celebración continuada de todo cuanto aquella solemnidad significaba.
Más adelante, a finales del siglo
IV y en algunos lugares entrado ya el V, se empezará a dar un gran
relieve al último día de esta cincuentena. En algunas Iglesias,
occidentales sobre todo, se hacía en dicho día memoria de la venida
del Espíritu Santo, pero sin olvidar que el Espíritu es el don
transmitido por el Señor en su Pascua. Otras Iglesias, entra las que
se encuentran Jerusalén, Siria, Edesa y Mesopotamia, celebran, en
cambio, la Ascensión del Señor y, a la vez, la donación del Espíritu
Santo. El diario de viaje de Egeria es explícito al respecto (c. 43):
el último día de la cincuentena tenían lugar dos grandes
celebraciones: una en la basílica del Martirio y en Sión (el
cenáculo), para conmemorar la venida del Espíritu Santo; y la otra en el
huerto de los Olivos, en el Inbomon o lugar de la ascensión. La
primera celebración comprendía la eucaristía, la segunda era una
liturgia de la Palabra en la que se leían los pasajes
neotestamentarios de la ascensión.
Puede parecernos sorprendente
esta manera de celebrar el final de la Cincuentena pascual,
acostumbrados como estamos a situar la fiesta de la Ascensión a los
cuarenta días de Pascua, y la venida del Espíritu Santo diez días
después. Pero ya hemos dicho alguna vez que a la Iglesia antigua no le
preocupaba hacer de las fiestas una suerte de aniversarios de los
acontecimientos de salvación, porque sabía que el poder santificador
que contenían residía no en la coincidencia de las fechas, sino en los
signos sagrados: la celebración festiva y, sobre todo, el misterio
eucarístico. Por eso no debemos hacer demasiado problema del moderno
traslado de la solemnidad de la Ascensión al domingo siguiente. Lo que
sí debe interesarnos, en cambio, es esta visión unitaria y
profundamente vital de la Pascua del Señor, que la reforma litúrgica
ha querido recuperar al devolver al tiempo pascual su genuina
duración.
Volviendo otra vez a la historia,
nos encontramos con que a partir de la segunda mitad del siglo IV
aparece la fiesta de la Ascensión del Señor, sin duda por influjo de
Hech 1, 3, que alude al tiempo en que Jesús se dejó ver de los
discípulos y les informó de las cosas tocantes al Reino de Dios. La
fiesta la conocemos en Roma gracias a los sermones del papa San León
(440-461). Con esta fiesta ocurre algo semejante a lo que sucede con
Navidad: que se extendió rápidamente. Cuatro siglos más tarde contaba
ya con una vigilia, y en el siglo XV se le añadirá una octava. Una y
otra serán suprimidas por el Código de rúbricas, publicado en 1960
por el papa Juan XXIII.
La fiesta de la Ascensión vino a
quebrar de hecho la unidad de la antigua Cincuentena. Pero hará
también que el último día del citado periodo quede un tanto aislado
del conjunto, pasando a ser, de un día conclusivo y síntesis de
cuanto se había celebrado, una fiesta en cierto modo autónoma, como ya
hemos indicado. Pentecostés se convierte en la solemnidad dedicada
únicamente a conmemorar la venida del Espíritu Santo. En Occidente era
un día bautismal, mientras que en Oriente, como consecuencia de las
controversias teológicas, fue convirtiéndose en la fiesta por
excelencia de la Santísima Trinidad, cuya revelación quedó completada
con la venida del Espíritu Santo. En la liturgia romana, Pentecostés
se trasformó en un verdadero doblaje del domingo de Pascua: ayuno la
víspera, vigilia con igual número de lecturas que la del Sábado Santo
y, finalmente octava.
Estructura
La reforma del año litúrgico ha
restuído al tiempo pascual su duración y unidad primitivas. Pero ha
hecho también otra cosa no menos importante: ha hecho descansar este
periodo litúrgico sobre los ocho domingos que comprende, los siete de
Pascua y el de Pentecostés, revalorizándolos en categoría litúrgica.
Por eso, estos domingos ya no se llaman, como en el Misal anterior,
domingo I, II , etc. después de Pascua , sino domingos de Pascua (cf.
NUALC 23).
Se mantiene la octava de Pascua
debido a su vinculación histórica con la semana de la mistagogía o
iniciación en los sacramentos de los bautizados en la vigilia pascual.
Los ocho días están unidos al domingo de Resurrección (cf. NUALC 24).
La solemnidad de la Ascensión se puede trasladar al domingo VII de
Pascua, como ha ocurrido en España desde l977. El domingo de
Pentecostés cuenta con una misa vespertina de la vigilia similar a la
del 25 de diciembre o a otras solemnidades, pero que no es ya un
duplicado de la de Pascua.
Las ferias del tiempo pascual han
sido enriquecidas con textos propios para la misa y el Oficio de cada
día. No obstante, su categoría litúrgica es inferior a las ferias de
Cuaresma. Los días que trascurren entre la Ascensión y Pentecostés
tienen el carácter de preparación para esta última solemnidad,
habiendo encontrado lugar aquí los textos de la desaparecida octava de
Pentecostés.
Tomado del libro Julián López Martín, El año litúrgico, Madrid, 1984.