«El Primado de Dios en la Liturgia» de la mano de Joseph Ratzinger (VIII)

2. El cuerpo y la liturgia   

a) La participación activa.  La participación activa, palabra clave en la constitución litúrgica Sacrosanctum Concilium, es un derecho y un deber de toda la asamblea, sujeto de la acción litúrgica. Pero, ¿qué significa realmente la frase actuosa participatio? Aunque pronto se interpretó este sintagma como un quehacer exterior durante la liturgia, su sentido profundo es tomar parte en la acción fundamental litúrgica, que es la actio=canon u oratio Missae. En el contexto litúrgico esta interpretación correcta es fundamental, pues afirma que en el culto cristiano no se trata de sacrificios de animales, ni de compromisos humanos, sino del sacrificio sacramental, espiritual, de la Palabra hecha carne. Y el canon es plegaria (prex), mas en forma de oratio o discurso pronunciado ante una asamblea (prefacio), en el que se anuncia la suprema acción divina: hoc est corpus meum, hic est calix sanguinis mei. La verdadera acción litúrgica, en la que todos debemos tomar parte, es una acción del Hijo de Dios aceptada por Dios Padre, que permanece para siempre. En fin, lo esencial de la liturgia cristiana es dejarnos transformar por esta acción divina que nos salva, a saber, el sacrificio de Cristo, que se hace presente siempre en el sacramento para unirnos al Señor y formar con Él una sola existencia espiritual (cf. 1 Cor 6, 17).

En definitiva, se pretende que nuestra acción litúrgica se una y conforme tanto con la acción divina, que al final se advierta sólo una acción divina; lo demás, leer, cantar, marchar en procesión, será siempre secundario, como se goza cuando llega el momento precioso de la adoración, en silencio y de rodillas. En fin, no se trata de mirar al sacerdote y ver sus ritos, sino de contemplar todos al Señor que nos ama y nos salva. Cuando las acciones exteriores suplantan la acción interior, la liturgia degenera en una acción social, en la que se oculta el misterio y termina asemejándose a una reunión social, parodia sacra, aunque pueda ser atractiva. Por eso, la verdadera formación litúrgica consiste en introducir a los fieles en la acción interior divina. “Con todo, a este respecto, la educación litúrgica de sacerdotes y seglares es hoy deficitaria a una escala desoladora. ¿Qué se puede hacer?”(1).

Alguien pudiera decir que nuestro modo de ver las cosas es demasiado espiritual, donde no hay lugar para el cuerpo. Pero no hay lugar a esta objeción, cuando estamos hablando de la liturgia que nos permite contemplar y adorar el Cuerpo crucificado y resucitado de Cristo, que se nos entrega en signos y ritos, como el pan que se come, el vino que se bebe, el agua que nos limpia y el aceite que nos impregna. Con nuestra acción nos comprometemos con la acción divina de tal modo que nuestra acción se armoniza con la acción divina y nuestra voluntad se unifica con la voluntad divina. “Por eso corro yo, pero no al azar; lucho, pero no contra el aire, sino que golpeo mi cuerpo y lo someto, no siendo que habiendo predicado a otros, quede yo descalificado” ( 1 Cor 9, 26-27). La implicación del cuerpo del hombre en la liturgia del Verbo encarnado se traduce en una ascesis corporal que nos permite participar en el misterio celebrado. Presentamos a continuación algunos de los gestos corporales más comunes en el culto.

b) El signo de la cruz. El gesto fundamental de la vida cristiana es el signo de la cruz. “Nosotros, por el contrario, anunciamos a Cristo crucificado” (1 Cor 1, 23). Signarse con el señal de la cruz es nuestra profesión de fe en Cristo, Señor y Salvador, y es también nuestra aceptación de la cruz que nos lleva a la vida eterna. “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga” (Mc 8, 34). Y la señal de la cruz va unida al santo bautismo, que es la profesión de fe trinitaria y también sacramento de conversión. Pero el signo de la cruz nos lleva también al mundo piadoso judío y a la cultura griega. “Atraviesa Jerusalén y marca en la frente (2) a los que gimen y se lamentan por las acciones detestables que en ella se cometen (Ez 9, 4). Los cristianos, es verdad, no usaron este signo judío en forma de cruz, pero lo redescubrieron a partir de su fe en Cristo crucificado y de este modo desvelaron el significado escatológico de la visión de Ezequiel (cf. 2 Cor 3, 15-16). Y Platón, aludiendo a los dos movimientos de la cultura astronómica coetánea, el mundo estelar y la órbita terrestre, que se entrecruzan y forman la letra griega escrita en forma de cruz, X, advierte la totalidad del cosmos bajo la el signo de la cruz (3). Platón había relacionado esto con la imagen de la divinidad que en la creación habría desplegado el alma del mundo en todo el universo. Ya San Justino (m. 165) vio en estos textos griegos presagios de la Santa Trinidad y de su salvación en Cristo, afirmando que la cruz es el símbolo más grande de la Señoría del Logos que da sentido a todo el universo (4).

A partir de Justino la cruz, que relaciona cosmos e historia, gesta una de las ideas fundamentales de la patrística. La cruz, instrumento del martirio de Cristo, está inscrita en la estructura misma del cosmos, de modo que el cosmos nos habla de la cruz y ésta nos habla de Aquél.  “Es Él mismo, la Palabra del Dios Omnipotente, que en una presencia invisible penetra nuestro universo. Y por ello su anchura y largueza, su altura y profundidad, abraza todo el mundo; a través de la palabra de Dios todas las cosas recuperan su orden. Y el Hijo de Dios ha sido crucificado en ellas, siendo impreso en cada una en forma de cruz” (5).  En fin, se trata de “abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo el amor de Cristo que trasciende todo conocimiento” (Ef 3, 18-19). El signo de la cruz es signo de bendición para los demás y de protección para uno mismo. Bueno sería que los sacerdotes volviéramos a redescubrir el gozo de poder bendecir advirtiendo el don que se transmite bendiciendo, y que todos al salir de casa continuáramos protegiéndonos con la señal de la cruz, como aprendí en mi familia. En este contexto, se comprende que la señal que se advierte ya en el universo aparezca a la vista de todos al final de los tiempos “en el cielo la señal del Hijo del hombre” (Mt 24, 30). Hugo Rahner ha recogido diversos testimonios, muy bellos por cierto, de la época patrística sobre el misterio cósmico de la cruz<! (6).  

Padre Pedro Fernández, op


()1 J. RATZINGER, Lo spirito della liturgia. Una introduzione: Opera Omnia, vol. XI. Editrice Vaticana 2010, p. 166.
(2)  La marca era una Tau según traducción literal, que se escribía como una cruz, y significaba ser propiedad de Dios.  No sé por qué la traducción oficial de la CEE no señala la Tau.
(3) Cf. PLATÖN,  Timeo, 34 A/B y 36 B/C.
(4) Cf. JUSTINO, 1 Apología, 55: PL
(5) IRENEO DE LYON, Demostración de la predicación apostólica, 1, 3: PG
(6) Cf. H. RAHNER, Griechischen Mythen in christlicher Deutung. Darmstadt 1957., 81.