Cada año, en el segundo domingo de pascua, proclamando el fragmento de Juan 20, 19-31, tenemos ocasión de recordar la importancia del domingo dentro de la vida cristiana, y de poder contemplarlo como uno de los frutos más preciosos de la pascua de Cristo. El primer día de la semana, llamado muy pronto día del Señor por el vidente de Patmos (cf. Ap 1, 10), se convierte, pues, en signo del tiempo que ha sido rescatado por la redención universal de Cristo, en estandarte de la victoria de quien tiene el dominio del tiempo frente al cronos devorador, el cual ha caído vencido junto a su hermana y señora hasta ese momento de todo lo creado: la muerte.
Los apóstoles comprendieron muy bien que era precisamente en domingo, en ese primer día de la semana según el Génesis, que eran convocados para celebrar la eucaristía que les mandó su Maestro convertido en Kyrios, en Señor y único emperador verdadero. Las apariciones del resucitado que nos describen los evangelistas, en el mismo día de la resurrección o bien ocho días más tarde, y las noticias de reunión comunitaria de los cristianos, fruto de la primera evangelización (cf. Hch 20, 7), nos hace saber que los apóstoles no tuvieron duda. No era el jueves, la feria quinta, el momento de encontrarse con el Señor resucitado, a pesar de que fue en ese día cuando el Maestro les dijo “Haced esto en conmemoración mía”. Su sinaxis estaba íntimamente relacionada con el acontecimiento pascual consumado, y no cabían otras consideraciones que aconsejasen desplazar a otro momento de la semana la fracción del pan, según Lucas, o la cena del Señor, según Pablo. Los testimonios extrabíblicos son, también, concordes, al afirmar que esta secta que estaba creciendo y que incomodaba tanto al Sanedrín como a la administración imperial romana, tenía en la reunión dominical, antes del alba, un signo distintivo.
El domingo como signo de los tiempos nuevos, últimos, definitivos, que ya han llegado y han dejado el sepulcro vacío como muestra de la vieja creación, del viejo Adán, de lo que ya está irrevocablemente muerto –la misma muerte- y queda atrás. El domingo «es el anuncio de que el tiempo, habitado por Aquél que es el Resucitado y Señor de la historia, no es la muerte de nuestra ilusiones sino la cuna de un futuro siempre nuevo, la oportunidad que se nos da para transformar los momentos fugaces de esta vida en semillas de eternidad» (Juan Pablo II, Carta apostólica Dies domini, 1998, 84). El domingo tiene su corazón: la celebración de la eucaristía, que la Iglesia celebra consciente de que se trata de una «tradición apostólica que tiene sus orígenes en el mismo día de la resurrección de Cristo» como nos recordó el Vaticano II (cf. SC 106).
Es por el enorme calado que tiene la eucaristía dominical que nos parece una disminución impropia los adjetivos que, a menudo, suelen añadírsele. No es difícil leer en la cartelera de una parroquia, donde se expone su actividad pastoral, que alguna celebración de la eucaristía en domingo esté adjetivada: misa familiar; misa joven; misa de catequesis, etc.
Sencillamente nos parece impropio. La misa dominical no necesita ni permite más calificativos. Su razón de ser es el domingo. Y los convocados, todos aquellos que “vivimos según el domingo” (cf. San Ignacio de Antioquía, carta a los Magnesios, 9). La tradición apostólica que nos vincula directamente al acontecimiento pascual es demasiado sublime para que podamos añadirle apliques o consideraciones suplementarias, por estimulantes que nos parezcan. No hay otro motivo que este para persuadir a los católicos de la necesidad de acudir a la asamblea eucarística: celebrar, hacer memorial en el Espíritu Santo, de la pascua de Cristo y encontrarnos con Él, resucitado de entre los muertos, buen Pastor que nos comunica su vida divina.
La pedagogía necesaria en toda acción pastoral debe orientarse en esta dirección (cf. SC 10). Las familias de nuestra comunidad, con sus hijos todavía pequeños o ya jóvenes, y todos y cada uno de los grupos más o menos cercanos a la vida parroquial y comunitaria, deben integrar que quien convoca en domingo no es el párroco o el catequista, sino el mismo Señor. El Señor del día, que con su resurrección rompió las tinieblas en las que estaba sumergida la vida de la humanidad y ha hecho posible que, en medio de las oscuridades de este mundo, no deje de brillar la luz del Amor de Dios en cada corazón humano. Y lo hace cada ocho días, cada primer día de la semana, cada día del Señor. No conoce otro ritmo ni se puede justificar. Sólo existe el que se ha convertido en sacramento de la humanidad nueva: el domingo, cada domingo. Este es el latido del corazón de la Iglesia.
Y que en una asamblea eucarística dominical concreta exista una mayor participación de un determinado grupo, por razón de edad, de profesión, de interés cultural, etc., no es ninguna dificultad. El sacerdote sabrá actualizar la palabra de Dios proclamada a quienes están participando con la escucha; sabrá integrar sus personas y situaciones en la gran celebración que es de todos, para que todos se sientan y se sepan miembros de la gran familia de los hijos de la Iglesia. Miembros, participantes, pero no protagonistas. Importante el distingo.
Por otra parte, y en sintonía con lo expuesto, no olvidemos que la autoridad eclesial no permite las celebraciones dominicales para grupos particulares. Las Instrucciones Eucharisticum Mysterium (1967) y Actio pastoralis (1969) lo expusieron con toda la frescura de unos textos que rezuman motivación conciliar de una sana reforma litúrgica. También el beato Juan Pablo II insistió en ello en la carta apostólica ya citada sobre el domingo (cf. núm. 36) y el Papa Benedicto XVI en la exhortación apostólica Sacramentum caritatis, 2007, 63, reflexionó, así mismo, sobre esta cuestión. Es un argumento, pues, de gran calado, y de ahí el interés que tiene sobre él la máxima autoridad eclesial.
Pensamos, pues, en voz alta, que las que hemos llamado “misas adjetivadas” son una disonancia pastoral en una etapa que, si pretende ser de renovada evangelización, deberá también descubrir, nuevamente, las raíces de lo que constituye el ser cristiano. De lo contrario estaríamos cometiendo el error del que nos previene el Evangelio sobre el vino nuevo y los odres viejos.
Jaume González Padrós