«El Primado de Dios en la Liturgia» de la mano de Joseph Ratzinger (IV)


4. El altar cristiano y el tabernáculo. En la basílica cristiana hemos constatado novedades fundamentales, como los espacios dedicados a la celebración de la palabra y de los sacramentos, sobre todo el Bautismo y la Eucaristía; más tarde se hablará también del lugar de la Penitencia. En Roma, por ejemplo, en el Vaticano, en tiempos de San Gregorio Magno (590-604) el altar se acercó a la sede, para hacer coincidir el altar con el sepulcro de San Pedro, lo que fue imitando en muchas iglesias estacionales romanas, relacionando al sacrificio de Cristo con los mártires; en San Juan de Letrán y en Santa María la Mayor la sede episcopal se situó en el centro del ábside y el altar se colocó al comienzo de la nave central, como se advierte en el siglo IX. 
Hay que añadir que la Eucaristía no se describe adecuadamente bajo la forma de convite, como ya señalamos anteriormente. Es verdad que Cristo instituyó la novedad del culto cristiano en el contexto de una comida pascual, pero lo que ordenó renovar no fue el convite, sino la memoria de su muerte y resurrección, y de hecho pronto se separó del banquete, y el culto  sinagogal de la palabra se fundió pronto con el culto cristiano del sacrificio de Cristo, celebrado sobre el altar, que era enaltecido con un baldaquino del que pendían lámparas encendidas, indicando que se trataba de la confesión, un lugar sagrado.
San Pablo y los Santos Padres son conscientes de la presencia de Cristo en el pan y en el vino consagrados y la finalidad de la celebración eucarística es llegar a ser nosotros un solo cuerpo con Cristo (1 Co 6, 17). El tabernáculo se desarrolló en el segundo milenio, fruto de la doctrina y del culto eucarísticos. La transubstanciación y la adoración al Santísimo motivaron este desarrollo. En la teología y espiritualidad medievales de los Frailes Franciscanos y Dominicos resplandece la fe en la presencia personal de Cristo en la Eucaristía con su verdadero cuerpo, sangre, alma y divinidad. El corpus misticum en el sentido patrístico era el cuerpo sacramental de Cristo y el corpus verum era el cuerpo físico de Cristo, pero en el  medioevo se invirtieron los significados, sin que por ello la visión eucarística cayera en un realismo exagerado. No se puede interpretar la eucaristía como un mero don, abandonando la fe en la presencia real y personal de Cristo. “Es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20). En este contexto, el tabernáculo es la plenitud cristiana del Arca de la Alianza y del Santo de los Santos. Nadie se atreva, pues, a decir frívolamente que la eucaristía es para ser comida, no para ser adorada, pues recibir la Eucaristía implica adorar al Señor y dejarse transformar por él.

5. El tiempo sagrado. Dios ha entrado en el tiempo con la encarnación del Verbo. Y la Iglesia está en el tiempo intermedio, entre la promesa de Israel y la realidad plena del cielo. Pero ¿qué es el tiempo? Es una realidad cósmica, que se muestra en los ritmos solar y lunar, en el día y la noche, en el mes, el año y en las témporas de la primavera, verano, otoño e invierno. El hombre tiene también un tiempo específico, orgánico y psicológico, en el ámbito de los astros del firmamento y de las realidades terrenales, que también influyen en la historia humana. Y el tiempo se entremezcla con el espacio como la historia con el cosmos.
En la religión del Antiguo Testamento hay dos ejes temporales: la semana, que se orienta al sábado, y las fiestas anuales, en relación con la creación –la siembra y la recolección- y con las fiestas nómadas. Estos ejes continúan en la liturgia cristiana, primero, en el ritmo semanal, que relaciona creación y alianza. Ahora el domingo es el nuevo sábado, llamado primer día o día del sol, octavo día o día de plenitud y tercer día o día de la resurrección. “Nosotros no vivimos según el sábado, pues pertenecemos al domingo”[1]. El domingo, pascua semanal, es la medida del tiempo cristiano; es la hora de Jesús o el tiempo elegido por Dios para la muerte del Hijo, el cordero inmolado, y para su resurrección.
Y en relación con la fecha de la muerte y resurrección de Jesús se determina la fecha de la pascua anual, que es el segundo ritmo. Finalmente, prevaleció no el 14 de Nisán, fiesta de los judíos, sino el domingo después de la primera luna llena de primavera, tal como fue decidido por el Concilio de Nicea (325), uniendo el simbolismo del sol con el de la luna, la transitoriedad de la muerte con la victoria de la resurrección. En el siglo V hubo un problema entre Roma y Alejandría y se determinó que la posible fecha última para la celebración de la Pascua fuera el 25 de abril. Pero San León Magno (440-461) criticó esta fecha por ser muy tardía, dado que según la tradición la muerte de Cristo tuvo lugar el 25 de marzo, y también el sacrificio de Abraham, que caían siempre dentro del primer mes o en la constelación del Cordero. Evidentemente, la fecha de pascua no se puede cambiar superficialmente, como se advierte también en los últimos estudios para encontrar una fecha única para todos los cristianos o por motivos socio-económicos.
Pero para Israel la pascua no es una fiesta cósmica, sino el memorial histórico de la liberación de la esclavitud bajo el poder del faraón, que había decidido el exterminio del pueblo elegido. Y en este contexto ¿cuál es la relación entre la pascua judía y la pascua cristiana? Es el triunfo de la vida sobre la muerte, pues así como en las casas de los hebreos no entró el ángel de la muerte, así la resurrección de Cristo triunfó sobre la muerte, hecho que fundamenta nuestra esperanza en el triunfo final después de la muerte. “Yo vivo y vosotros viviréis” (Jn 14, 19). La luna muere, pero vuelve a aparecer, y el sol, “sale como el esposo de su alcoba, contento como un héroe, a recorrer su camino” (Sal 18, 6). 
De todos modos, esto que vale para la cultura mediterránea, donde se ha desarrollado el judaísmo y el cristianismo, ¿es también válido para el hemisferio meridional donde todo aparece cambiado, pues la pascua ya no cae en primavera, sino en otoño, y la navidad no cae en el solsticio de invierno sino en el solsticio de verano? A este respecto, tengamos en cuenta que en la pascua de Jesús convergen no sólo la fiesta de la primera luna llena de la primavera, sino también la fiesta de la purificación (otoño); y segundo, la fiesta de pascua tiene no sólo un valor cósmico, sino también un valor histórico; de hecho, en tierra caliente el campesino siembra en la primavera para el otoño y en tierra fría se siembra en el otoño para el verano.
Pasemos ahora al segundo ciclo del ritmo anual, la navidad, que se ha formado después de la pascua, pero en función de ella. Más o menos por el mismo tiempo surgen en oriente la fiesta de la epifanía, el 6 de enero, y en occidente la fiesta de navidad, el 25 de diciembre. El punto de partida para fijar la fecha del nacimiento de Cristo es el 25 de marzo, que según la tradición más antigua es la fecha de la muerte de Cristo (Tertuliano) y también la fecha de la creación del mundo y de la concepción de Cristo, “el primogénito de toda la creación” (Col 1, 15) y, en consecuencia, nace nueve meses después, a saber, el 25 de diciembre; esta tradición se formó en occidente en el siglo III, mientras en oriente, por una pequeña diferencia en el calendario, se fijó el 6 de enero[2]. La relación de la fecha natalicia con la fiesta del sol invicto o de la fiesta de Mitra hoy día no es ya sostenible, aunque en homilías patrísticas se aluda en la navidad a la luz que triunfa sobre las tinieblas. Y la fiesta de San Juan Bautista se coloca el 24 de junio, en el solsticio de verano, pues “Él debe crecer y yo debo disminuir” (Jn 3, 30).   
Finalmente, aludimos a la fiesta de la epifanía, 6 de enero, muy relacionada con la navidad, que en occidente ha sido interpretada como autorrevelación de la encarnación del  Logos y en esta perspectiva muestra diversas epifanías, como la iglesia de los gentiles a partir de la adoración de los magos, la iglesia universal a partir de la procesión de todos los pueblos hacia el Dios de Israel (Is 60); el Hijo de Dios a partir del bautismo de Jesús en el Jordán y su glorificación en las bodas de Caná. En fin, junto al sol, que tiene luz propia, está la luna, que recibe la luz, y de modo similar, junto a Jesucristo está la Virgen María, su Madre, entremezclada con las fiestas del Hijo, y en torno se celebran las fiestas de los apóstoles, mártires y confesores antiguos y modernos.    

Padre Pedro Fernández, op



[1]  S. IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Carta a los Magnesios, 9, 1.
[2]  Por este motivo la fiesta del 25 de marzo se conocía en oriente como la raíz de todas las fiestas cristianas.