IV. LA FORMA LITÚRGICA
1. El rito y los ritos. La palabra rito hoy no suena bien, pues se asocia con la falta de libertad. Sin embargo, el rito significa la manera de dar a Dios el culto adecuado, sentido que se concreta en “el uso comprobado en la administración de los sacrificios”(1). El significado original del vocablo ortodoxia era éste, a saber, el modo justo de glorificar a Dios o la recta forma de adoración. En concreto, el rito para los cristianos es una forma determinada, que abarca los tiempos y los espacios, en la cual se ha configurado comunitariamente el modelo fundamental de la adoración a Dios, que nos ha sido dado por la fe; a su vez esta adoración compromete toda nuestra vida. El rito es, por tanto, algo fundamental en la liturgia y en todo nuestro quehacer humano y sobre todo eclesial. En este campo se comprenden los ritos esenciales que se han desarrollado en la historia de la Iglesia.
Para presentar estos ritos, podemos partir del canon sexto del Concilio de Nicea, donde se habla de las tres sedes primaciales de la Iglesia con fundamentos petrinos: Roma, Alejandría y Antioquía. La sede antioquena, en la capital de Siria, lugar de origen del cristianismo, fue espacio de grandes controversias cristológicas y también cuna de diversas tradiciones rituales. Entre los ritos siro-occidentales está el maronita en Líbano, y entre los ritos siro-orientales o caldeos-asirios, donde sobresalen las escuelas teológicas de Nísibe y Edesa, está el rito caldeo de Addai y Mari, en Mesopotamia. Los cristianos descendientes de la evangelización de Santo Tomás en la India permanecieron bajo la influencia del rito nestoriano de Mesopotamia hasta el siglo XVI, cuando entraron en la Iglesia católica a la llegada de los portugueses, hasta que en 1653 se dividieron entre los malankares, bajo la influencia ortodoxa de Siria, y los malabares, católicos de Kerala, bajo el rito siro-oriental. En la sede alejandrina sobresalen los ritos copto y etiópico y el rito armenio con influencia bizantina. A partir del siglo IV surge Constantinopla, considerada la nueva Roma, donde San Juan Crisóstomo llevó la liturgia según los usos de Antioquía y Jerusalén, y fue esta liturgia la que se extendió por el mundo eslavo.
En torno a la sede romana, junto a la propia liturgia similar a la norteafricana, surgen los centros gálico, céltico e hispano, señalando que mientras el rito romano es arcaico y sobrio, los ritos gálico e hispano, bajo la influencia oriental, se desarrollan con exuberancia. Al final del primer milenio se realiza un traspaso del rito gálico al rito romano, desapareciendo prácticamente el primero, pero con la reforma realizada después del Vaticano II en orden a volver al rito romano puro desaparecieron las señales gálicas del rito romano. Después de Trento se produjo una uniformidad entre los ritos romanos, conservándose sólo algunos en metrópolis importantes, Milán, Toledo, y en órdenes religiosas, Cartujos y Dominicos, pero después del Vaticano II se ha producido en la base el movimiento inverso hacia una excesiva creatividad.
A propósito de los ritos litúrgicos existentes, hay que notar que se refieren de un modo u otro a sedes apostólicas, pues la liturgia cristiana no nace en un contexto atemporal o mítico, sino que nace de un acontecimiento histórico concreto, la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Los grandes ritos son formas de tradición apostólica y su desarrollo se ha realizado en los grandes contextos de la misma tradición. Además, los ritos no son hechos aislados, sino fruto de una recíproca fecundación, sobre todo en el primer milenio. Mientras Constantinopla ha gestado ritualmente gran parte del mundo eslavo, Roma ha hecho lo mismo en el mundo latino, anglosajón y parte de la zona eslava. Las grandes formas rituales realizaron la comunión de diversas y grandes culturas. Pero la no arbitrariedad es ley en todos los ritos, pues todos ellos se remontan de alguna manera a la tradición revelada. Por eso, el oriente habla de la Divina Liturgia, y occidente manifiesta un proceso de desarrollo orgánico continuo. La liturgia no es comparable a una obra técnica, sino a un ser vivo, orgánico, que crece y su crecimiento determina su ulterior desarrollo. La autoridad petrina del Papa no es ilimitada, pues ella está al servicio de la sagrada tradición y de la permanente integridad e identidad de la liturgia. “La grandeza de la liturgia – nos veremos obligados a repetirlo más veces- se fundamenta propiamente sobre su no arbitrariedad” (2).
Nos planteamos ahora la cuestión fundamental sobre el significado y el valor del rito manifestando que el rito litúrgico es la expresión, hecha forma, de la eclesialidad de la plegaria y de las celebraciones litúrgicas; esto explica el vínculo entre la liturgia y la Iglesia y al mismo tiempo entre el culto cristiano y la fe apostólica. Esta relación con la Iglesia y, en definitiva, con la sagrada tradición excluye por tanto la arbitrariedad litúrgica. Ni la jerarquía, ni los fieles, son quienes para cambiar, añadir o quitar, sin más razón, algo de la Santa Liturgia (3), en cuanto ésta testifica la interpretación sustancial de la forma fundamental de la fe de la Iglesia. La validez de los ritos es comparable a la de las grandes profesiones de fe de la Iglesia antigua, pues ambas realidades se han desarrollado bajo la asistencia del Espíritu Santo. La tragedia de la reforma luterana fue que no supo respetar al unísono las grandes profesiones de fe y los grandes ritos litúrgicos. La sola Scriptura no puede fundamentar la fe, pues la Palabra de Dios es tal sólo en el sujeto vivo que llamamos Iglesia. Una liturgia redactada a base de citas bíblicas, al final, muestra un conjunto de pareceres, opiniones e ideologías, que terminan por devorarla. Sólo el respeto de la naturaleza preestablecida de la liturgia y de su fundamental no arbitrariedad nos ofrece lo que necesitamos: la salvación que se nos regala.
Por tanto, la creatividad, término marxista, no es una categoría litúrgica. Aquí no se parte de un mundo sin sentido, en el que la producción humana origina un mundo nuevo y mejor. En el mundo artístico contemporáneo se entiende por creatividad una forma nihilística de creación; en este contexto la acción libre del hombre, libre de toda norma o finalidad, nada ponderado puede producir. El arte, así entendido, es como el último grito de libertad, pero un grito vacío, que al final se traduce en emergencia y desesperación. La libertad humana es verdadera cuando el hombre se entrega libremente a la verdad por Dios revelada, y penetra en la celebración litúrgica donde se vive y se goza la única salvación. Pero este mundo litúrgico no es rígido, sino vivo, y evoluciona como la vida, de forma espontánea, pues Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, se ha querido servir de la mediación humana. Así hemos visto que las grandes familias rituales se han formado en sedes de tradición apostólica; y las variaciones que hay entre ellas están siempre vinculadas a una forma ritual fundamental que abarca todas. Un ejemplo de este desarrollo es el Misal romano-zaireño, donde se advierten las raíces apostólicas, actualizadas para el Congo, como el saludo de paz, colocado antes del ofertorio (Mt 5, 23-25).
Padre Pedro Fernández, op
(1) CICERÓN, De legibus 11, 22.
(2) J. RATZINGER, Lo spirito della liturgia. Una introduzione: Opera Omnia, vol. XI. Editrice Vaticana 2010, p. 158.
(3) Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitutio Sacrosanctum Concilium, n. 22 &3: AAS 56 (1964)