II. TIEMPO Y ESPACIO EN LA LITURGIA
1. Cuestiones preliminares. Si la liturgia es una realidad cósmica e histórica es normal que se hable del
espacio y del tiempo litúrgicos. Además, la liturgia nos ofrece una realidad
que entra en nuestra vida como el ya pero todavía no, o como la imagen de la
realidad que vendrá. Es una liturgia en camino hacia la liturgia celestial, es
decir, es un tiempo intermedio entre la sombra del antes y la realidad del
final. Pero hay ya algo presente, la realidad fundamental del culto actual, que
es el misterio de Jesucristo, cuyo ápice salvador fue su muerte y resurrección.
Sin este misterio la liturgia sería entretenimiento y fraude. La salvación es
posible, porque este misterio sucedido una sola vez (semel=ephapax) es, en cuanto ofrenda al Padre, una realidad
permanente (semper)[1].
Por eso, nosotros somos coetáneos hoy, al final de
los tiempos, del misterio acontecido en la plenitud de los tiempos. No estamos
ya ante el sacrificio tipológico de un cordero, sino que celebramos el
sacrificio real del verdadero Cordero de Dios, Jesucristo, de manera que
estamos no ante un mero rito exterior, sino ante la logiké latreia. Con otras palabras, no celebramos sólo la
memoria del sacrificio de Cristo, sino que nos injertamos en su realidad mediante
la fe llegando a ser una sola cosa con Él. Es decir, el culto tiene sus consecuencias
morales. En fin, la liturgia tiene sentido para nosotros, porque hace presente
el sacrificio real de Cristo y nos abre el camino a una transformación moral
personal en el espacio y en el tiempo. Y todo sucede en símbolos sacramentales,
pues la teología litúrgica es siempre simbólica o, mejor dicho, sacramental.
2. El significado del edificio sagrado. Es evidente que se necesita un espacio para la
asamblea que celebra el culto; incluso, en la religión revelada no se habla
tanto de la casa de Dios, sino de la casa donde Dios se reúne con su pueblo. El
templo de Jerusalén, con el Santo de los Santos vacío, pues el Arca de la
Alianza había desaparecido en el exilio, y la sinagoga con el cofre de la Torá,
iluminado con el candelabro de los siete brazos, signos de la shekhinah o presencia de Dios, se explican
como espacios del Qahal Yahvé o de la
Ekklesia de Dios. La orientación de
la sinagoga hacia Jerusalén muestra la comunión entre el sacrificio y la
palabra y las grandes oraciones de la sinagoga, la qedushà y la avodà, nos recuerdan
la ofrenda del incienso y del holocausto en el templo, mañana y tarde.
La sinagoga asumió el espacio basilical, como el
más adecuado para su asamblea; pero la basílica cristiana presenta algunas
diferencias con respecto a la basílica sinagogal. Primero, la basílica
cristiana no mira a Jerusalén, sino al oriente, donde nace el sol, símbolo de
Cristo, luz del mundo. Y mirar al oriente, que es también mirar a la Cruz, al
traspasado, sol de salvación, se consideraba ya en la Iglesia primitiva una
tradición apostólica. Segundo, en el ábside, hacia el oriente, se coloca el
altar, lugar del sacrificio, que es el elemento clave en el nuevo edificio
sagrado cristiano. Tercero, el lugar de la palabra (el bema sinagogal) se
conserva, mas con la novedad de los Evangelios, pues de mí escribió Moisés (Jn
5, 46). La cátedra de Moisés ahora es la sede episcopal. Cuarto, la asamblea
cultual está formada no sólo por hombres, como en Israel, sino también por las
mujeres, aunque tengan un puesto separado de los hombres. Dios habla y el
pueblo escucha; el Hijo de Dios se ofrece en sacrificio y el pueblo participa
ofreciéndose con Él al Padre.
3. La orientación de la plegaria en la liturgia. Todas las
sinagogas estaban orientadas hacia Jerusalén y dentro de ella la cátedra de
Moisés miraba al cofre de la Torá. La orientación hacia el templo mostraba la
relación de la palabra con el sacrificio. Ahora, el conversi ad Dominum de la asamblea cristiana indica el momento de
mirar todos hacia Señor, al altar, hacia oriente, para fijar la mirada en Jesús
(Heb 12, 2). En la Iglesia bizantina se respetó la construcción de los templos en
dirección a oriente; pero en Roma, la Iglesia de San Pedro, por razones
topográficas, se orientó hacia occidente y si el sacerdote quería mirar a
oriente tenía el pueblo ante sí.
Nunca hasta el siglo XVI se planteó la cuestión de
si el sacerdote debía celebrar versus
populum o no, pues hasta entonces lo único evidente, como ha demostrado
Cyril Vogel, es que el sacerdote debía proclamar la plegaria eucarística versus orientem y así toda la asamblea se
ponía en camino hacia el Señor, pues no era tiempo de dialogar, sino de adorar
todos al Señor. Hoy no somos muy sensibles por la pregunta sobre la orientación
de la asamblea, y que el sacerdote y el pueblo durante la celebración se
miren recíprocamente es una perspectiva moderna,
ajena a la mentalidad primitiva de la Iglesia; a los primeros cristianos nunca
se les hubiera ocurrido decir que el sacerdote celebraba de espaldas al pueblo
o de cara a la pared. Sólo en este nuevo contexto moderno sucede que se quiera
representar la eucaristía como un banquete, en el que el presidente, como ahora
se dice, cobra un gran protagonismo, observando y siendo observado y la
presencia de Dios en su pueblo pierde importancia, pues ahora lo central es la
presencia de la asamblea, llegando a verse el culto como un encuentro social.
La renovación postconciliar de celebrar versus populum se intenta justificar con
la orientación del templo Vaticano, afirmando además que favorece la
participación activa. Pero se trata de un malentendido con respecto a la basílica
romana de San Pedro, como hemos visto, y sobre todo en referencia a la última
cena. “Por ninguna razón, en la antigüedad cristiana, hubiera sido posible
formarse la idea que quien presidía el banquete debía tomar puesto versus populum. El carácter comunitario
de un banquete se subrayaba más bien mediante la disposición contraria,
mediante el hecho, a saber, que todos los comensales se encontraban en el mismo
lado de la mesa”[2].
Pero ¿hacernos hoy preguntas como ésta no es mostrar
una inoportuna y romántica nostalgia del pasado? No creo sea imposible para el
hombre actual recuperar la plegaria litúrgica versus orientem. Además, afirmar que hoy no es necesario rezar
mirando al oriente o hacia la cruz, porque en el hombre encontramos ya la
imagen de Dios no es convincente, pues no es fácil ver en el hombre la imagen
de Dios antes de haber celebrado con fe y amor la Eucaristía, recibida en
adoración. Desde un punto de vista práctico, bastaría hoy día colocar la cruz
sobre el altar, de modo que todos pudieran dirigir la vista hacia el sol que
nos salva. Por otra parte, es extraño el planteamiento de esta cuestión, cuando
lo problemático de gran parte de la ciencia litúrgica moderna consiste en el
hecho que ella quiere reconocer como originario y normativo sólo lo que es
antiguo, considerando defectuoso lo medieval y digno de ser olvidado casi todo
lo surgido después del Trento. En fin, estoy a favor de la evolución orgánica
de la liturgia, cuando de la semilla viva del pasado se gesta algo nuevo que
sigue conservando lo esencial.