El presente artículo corresponde a la
introducción de la ponencia titulada: La
belleza de los objetos litúrgicos, en la XXXVII Jornadas de la Asociación
Española de Profesores de Liturgia, que tuvieron lugar entre el 29 y el 31 de
agosto de 2012 y que llevaban por título: Arte
y Liturgia.
¿Una
Frivolidad?
El tema podría parecer un tema menor, algo
superficial, casi una frivolidad. Nos vamos, sí, a ocupar de los objetos
litúrgicos. A algunos ya sólo con nombrarlo se le dibuja una sonrisa... Como si
se confirmara la sospecha de que la Liturgia,
prima theologia y primus locus
theologicus de la actual economia salutis[1],
se preocupara, no ya de las rúbricas, algo, aún, con cierta seriedad, sino de
una cuestión mucho más trivial, rozando casi la frivolidad: los ajuares y
roperos. Sin embargo la importancia del tema la reconoce, incluso, la
Constitución sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum
Concilium en su último capítulo, el VII, titulado: El arte y los objetos litúrgicos.
Belleza y
objetos litúrgicos
Al hablar de la belleza de los objetos litúrgicos supone la aproximación a una realidad que, además de
calificarlos, los define. La Iglesia siempre ha mostrado un especial interés
por la belleza en su teología, pero también en su normativa, con criterios
precisos a la hora de encargar o aceptar y bendecir, no sólo las imágenes para
el culto, sino también los vasos sagrados y los ornamentos, pretendiendo decir
algo más: cómo estos objetos, en la medida que sean bellos, sirven mejor a un
fin, más que estético, mistagógico.
Un asunto
polémico
Un tema de controversia el de los objetos
litúrgicos y el de las vestiduras litúrgicas. El uso, o no, de vasos sagrados,
su forma y materia, lo mismo que las vestiduras litúrgicas, han sido motivo de
confrontación en el interior de la comunidad eclesial, revelando con bastante
claridad una determinada comprensión de la Liturgia, de la Iglesia y del mismo
Misterio de la Salvación. Podríamos proponer, si no lo está ya, la siguiente
afirmación: “Dime cómo celebras y te diré qué fe tienes”. Una manifestación más,
en negativo, de la máxima de Próspero de Aquitania: Legem credendi lex statuat
supplicandi. Dime qué vasos empleas y qué vestiduras utilizas y sabremos
qué conciencia tienes de lo que estás celebrando.
Entre los años sesenta y ochenta se dio una
proliferación de objetos litúrgicos fabricados, en muchos casos, en materiales
perecederos, como el vidrio, la cerámica, hasta de madera, sobre todo en las
capillas de seminarios y casas religiosas. No era infrecuente que se llegase a
utilizar en la Misa vasos y platos de uso corriente en convivencias y
excursiones, sin ornamentos, incluso sin libros litúrgicos.
El rechazo hacia el uso de vasos preciosos o
de materia noble en la celebración litúrgica venía a ser, no sólo, una reacción
contra lo que se estimaba ostentación eclesial, sino una respuesta, en muchos
casos, a una determinada visión cristológica, más “jesuística” que
cristocéntrica. Jesús de Nazaret y su anuncio liberador del Reino remplazaba a
Jesucristo y la Obra de la Redención. La Iglesia se reinterpretaba como un
pueblo de asambleas solidarias, ilusionadas e implicadas en la utopía del
Reino. Las misas pasaron a ser mesas con cestas de pan y vasos de vino donde
anunciar y promover liberación. Y el compartir solidario entre iguales del
anuncio del Reino reemplazaba la comunión con el Sacrificio Redentor de Cristo.
Era normal que ornamentos, cálices y píxides no encontraran cabida en dicha
atmósfera. Sólo aquellas cosas que contribuyan a recrear las comidas fraternas
de Jesús y su última cena solidaria con las víctimas de la injusticia podían
tener cabida. Lo demás se rechazaba como algo perteneciente a una iglesia ya
superada. Esta mentalidad influyó, dificultó y mal interpretó comprensión de la
Liturgia y la aplicación de la Reforma Litúrgica. Podríamos decir que el
desinterés por los objetos litúrgicos se generalizó, salvo contadas
excepciones. Se dejaron de bendecir, se procuraba evitar los materiales nobles,
se buscaba la funcionalidad y se su única significación será la comensalidad.
Se seguirán usando vasos litúrgicos de otras épocas porque no se disponga de
otros, pero en lo posible se reemplazarían por aquellos
más acordes con esta visión de las cosas.
En esos años se empezarán a fabricar en serie
los objetos de culto caracterizados por una escasa valencia artística. Algunos
han dicho que después del Vaticano II se
dio la espalda a la belleza. Hace algunos años el Consejo Pontificio para la Cultura
realizaba esta petición: ¡devuelvan la
belleza a los edificios eclesiásticos, devuelvan la belleza a los objetos
litúrgicos![2].
Como resultado
final de estos enfoques, o mejor, desenfoques, más ideológicos que teológicos,
nos encontramos con una realidad prosaica y ramplona que afecta en tantos
lugares a los objetos litúrgicos. Se trata, sobre todo, no sólo de que carezcan
de valor artístico y expresividad religiosa, sino de la “vulgarización” de su
uso y del mal trato que reciben, fruto del desconocimiento y del desprecio al
que han sido sometidos.
Poco a poco la
preocupación e interés es creciente. Prueba de ello han sido las jornadas de la
AEPL de 2012 celebradas en el Escorial, entre los días 29 al 31 de agosto con el título “Arte y
Liturgia”, o el congreso internacional celebrado entre el 2 al 4 de junio de
2011 en Bose, organizado por su comunidad monástica y por el UfficioNazionale
per i Beni Culturali e Ecclesiastici de la Conferencia Episcopal Italiana,
titulado: Liturgia e arte. La
sfidadellacontemporaneità, y que ha dado como resultado la publicación del
libro Ars litúrgica.
1.4. La crisis del arte sacro
Podríamos decir
que todo ello se inscribe en una crisis más amplia, la del arte sacro, que
viene de antiguo y que se hace más dramática en la arquitectura, en la
escultura y en la pintura, pero que también afecta, de rebote, a otras artes
suntuarias como la orfebrería sacra o la paramentaria litúrgica. Cuando los
edificios góticos se elevaban hacia el cielo, a la vez se construían
extraordinarios y monumentales relicarios y custodias del mismo estilo como
pequeñas obras de arquitectura. Sin embargo, salvo honrosas y celebradas
excepciones, se ha ido generalizando un sordo desinterés por lo artístico,
condicionados por su elevado coste, haciendo prevalecer, sobre todo, lo
funcional. Pero no podemos olvidar tampoco el muro donde estrellarnos que
supone la subjetividad de algunos artistas con una nula formación litúrgica,
cuando no, incluso, extraños, o distanciados de la fe, cuya impronta se deja
notar en sus obras, que se revelan imposibles para el servicio del culto[3]. En 1955
ya el Cardenal Giacomo Lercaro, arzobispo de Bolonia, en el discurso inaugural
del Primer Congreso Nacional de
Arquitectura Sagrada de Italia hacía un interesante análisis sobre la
ruptura entre el arte y la liturgia, pero también sobre las posibilidades de
una alianza. Señalaba: No inculparemos a los artistas… la culpa, si acaso,
recae sobre aquel fenómeno desastroso que, a partir del humanismo, llevó a los
hombres de la cristiandad a alejarse de la Iglesia, luego de Cristo y por fin
de Dios, con la afirmación exasperada del hombre y del individuo…
Continuaba diciendo: Ninguno tiene al igual que el artista la capacidad de
sentir, y a veces de presentir, casi de captar inconscientemente, pero con
exquisita sensibilidad, las actitudes, las aspiraciones de un ambiente y de un
momento, y de hacerse su intérprete. El artista que crea un templo debe vivir
profundamente la idea del culto litúrgico y gustar y asimilar su espíritu;
entonces le será fácil, casi espontáneo, llevar a los hombres de su tiempo, con
su lenguaje el eco de la Palabra de Dios[4].
Seguramente todos en este momento, como ejemplo de esta alianza, pensaríamos en
el genio de Antoni Gaudí, capaz de proyectar el colosal y mistagógico templo de
la Sagrada Familia, y a la vez diseñar un tenebrario para la liturgia de la
Semana Santa.
En la última década, con una mejor y mayor
recepción de la Reforma litúrgica y un mayor interés por la dimensión artística
del espacio y de los objetos litúrgicos, surge un nuevo riesgo, el de una
recuperación anacrónica del ajuar y de los ornamentos litúrgicos, sin una
suficiente reflexión y equilibradas decisiones que permitan armonizar tradición y progreso[5].
Su Santidad Benedicto XVI con ocasión del IX
Congreso Internacional del Pontificio Instituto Litúrgico de San Anselmo
decía:tradición y progreso no se oponen, sino que se complementan, en la reforma de la liturgia
establecida por el Concilio Vaticano II… No pocas veces se contraponen equivocadamente tradición y progreso. En
realidad, los dos conceptos se integran: la tradición es una realidad viva,
incluye por tanto, en sí misma, el principio del desarrollo, del progreso. En último término, para hacer realidad lo que dice el Evangelio: Todo maestro de la ley que se ha hecho
discípulo del Reino de los cielos se parece al padre de familia que saca de su
arca cosas nuevas y viejas (Mt 13,52).
Narciso-Jesús
Lorenzo Leal, pbro.
[1] Ciertamente podemos hablar de Prima Theologia porque los textos
eucológicos son también un discurso sobre Dios. Y decimos Primus Locus Theologicus, porque la acción litúrgica es lugar de
Dios. Lugar seguro del encuentro con Dios, ya que Cristo ha comprometido su
presencia con la acción litúrgica. Afirmación sancionada por SC 7: Cristo está siempre presente en su Iglesia,
sobre todo en la acción litúrgica. D. Sartore, “Iglesia y Liturgia” en D.
Sartore-A. M. Triacca, Nuevo Diccionario
de Liturgia. Madrid 1987, p. 1044.
[2]P. Franklyn M. McAfee, D. D., en la cripta del Santuario Nacional de la
Inmaculada Concepción (USA), en una Misa celebrada en la Forma Extraordinaria,
en The New LiturgicalMovement.
[3] Un triste ejemplo, a juicio de muchos, en lo
que respecta al acierto del programa iconográfico, no a la calidad artística
del trabajo, lo encontraríamos en la obra de Miguel Barceló para la proyectada
capilla del Santísimo Sacramento de la Catedral de Palma de Mallorca, que
finalmente no ha podido dedicarse a tal fin. Así se expresaba un lector en el
diario EL Mundo-El Día de Baleares, el 13-II-2007: Vaya por delante mi más sincera felicitación al agnóstico Miguel
Barceló por obsequiarnos con lo que pude ver, sentir, incluso olfatear, en la
monumental capilla del Santissimo.
[4] Citado por
Juan Plazaola, El Arte sacro actual. Madrid 1965, pp. 633-634,
635.
[5] Una mala interpretación está llevando a
algunos clérigos a recargar los espacios litúrgicos, como si con ello se sirviera mejor la
sacralidad de la acción, poblando los retablos de platería y candelerías,
oscureciendo, incluso, la importancia del altar con barreras de candelabros, o
poniendo a los presbíteros concelebrantes, sin función de diácono o subdiácono,
dalmática y tunicela. Y todo bajo el mismo criterio que llevara a los terribles
abusos litúrgicos de los años posconciliares, convertir la opinión personal o
el propio gusto en instancia última de la acción litúrgica.