Formación Litúrgica en la Escuela de Benedicto XVI (VIII)

b)  La actuosa participatio o la verdad espiritual 


Nos planteamos ahora la pregunta por la verdadera participación litúrgica, criterio establecido ya por San Pío X[1] y que es la clave de bóveda de la Constitución Sacrosanctum Concilium, en cuyo texto la realidad de la participación se presenta como la finalidad principal intentada y de hecho aparece 28 veces el substantivo (participatio) o el verbo (participare)[2]. En este sentido, nadie duda que el movimiento litúrgico y su fruto principal la Constitución Sacrosanctum Concilium, son fruto del paso del Espíritu Santo por su Iglesia, recordando la famosa frase de Pío XII al Congreso internacional de Pastoral de Asís, el 22-IX-1956. Pero la pregunta es ésta: ¿se ha entendido adecuadamente en la doctrina y en la praxis la participación activa en la liturgia?  Benedicto XVI, en su Exhortación Apostólica Sacramentum caritatis (22-II-2007) nos ilumina la cuestión de la participación activa en la sagrada Liturgia, señalando caminos prácticos para participar en la acción litúrgica, que es ante todo acción santa de Dios.  

Es verdad que la participación litúrgica consiste en hacer cada uno lo que le compete durante la celebración, pero esto implica no sólo escuchar, entender, ver, profesar y cantar, sino sobre todo entrar personal y comunitariamente en la celebración, experimentando cada uno la gracia que procede del misterio celebrado. La cuestión es que una mera participación exterior no es capaz de romper la incomunicación; se puede conseguir la armonía de un coro, pero no la armonía de los corazones; sólo el ejercicio de la fe y del amor forma comunidad. Además, la participación activa significa no sólo una acción comunitaria exterior, sino sobre todo una acción interior, teologal; volvemos de este modo al culto interior, es decir, la oración y devoción, realidades que juntamente expresan el verdadero culto litúrgico, que consiste en una acción santa de Dios en la que participa santamente el hombre.           
La participación activa implica enfrentar adecuadamente no sólo la relación entre la persona y la comunidad en la misma celebración litúrgica, sino también la armonía entre los actos exteriores y los interiores del culto litúrgico. Es la comunidad la que está presente y escucha, pero es la persona la que cree, espera y ama. En la celebración se encuentra el signo fundamental de la palabra, pero también se halla otro signo no menos fundamental, el silencio, que permite interiorizar la palabra, llegando a la liturgia real, que es oración y adoración, en las cuales la persona se entrega plenamente a la voluntad de Dios, que se dice devoción. Además, cuando se habla de la comunidad, como sujeto celebrante, es preciso advertir que no sólo se trata de una comunidad jerarquizada, en la cual sobresale el sacerdote ordenado, que actúa en nombre de Cristo cabeza, sino también que se trata de una comunidad, sujeto secundario, pues la Liturgia es obra de Cristo y no puede ser manipulada según los gustos o las ideologías de la comunidad.

Antes del Concilio era el sacerdote el encargado de la liturgia; después del Concilio es la comunidad; en este nuevo paradigma es la comunidad el sujeto de la liturgia y quien decide cómo hay que celebrarla; el error se produce cuando el factor comunitario, importante en la liturgia, se transforma en una comunidad cerrada en sí misma, incapaz de abrirse a la acción divina. De todos modos, no son ni el sacerdote, ni la comunidad, dueños de la liturgia, sino que es el Cristo total, cabeza y miembros, cada uno según el puesto sacramental que ocupa en la Iglesia; además la comunidad está llamada a dialogar, no consigo misma, sino con Dios.

“La alternativa polémica ¿sacerdote o comunidad como encargados de la liturgia?  no tiene sentido, impide la comprensión de la liturgia antes de favorecerla, y crea aquel falso foso de lo preconciliar y lo posconciliar, que hiere la gran relación  de la viviente historia de la fe. Ella se basa en un aplanamiento del pensamiento, en donde no emerge más lo esencial (…) El elemento decisivo es, pues, el primado de la Cristología (…) Sólo en este gran contexto se puede entonces comprender adecuadamente la reciprocidad de sacerdote y comunidad. El sacerdote hace y dice en la liturgia lo que él, en sí, no puede hacer, ni decir; el actúa, como dice la tradición, in persona Christi, es decir, a partir del sacramento que garantiza la presencia del otro, de Cristo. Él no está por sí mismo; tampoco es delegado de la comunidad, que le habría en algún sentido confiado un papel, más bien su ser sacramento del seguimiento expresa precisamente el primado de Cristo, que es la condición fundamental de toda liturgia. Porque el sacerdote representa este primado de Cristo dirige con su ministerio a la asamblea más allá de sí misma, en dirección a Cristo”[3].

El fruto principal que se pretende con la celebración litúrgica es la edificación de la santa Iglesia en este mundo, pero la Iglesia se construye con la Eucaristía, que es la fuente y la cumbre de la vida de la Iglesia[4] y con la asamblea, cuando está formada por piedras vivas. Es fundamental advertir que de la Eucaristía mana el vigor de la Iglesia y al mismo tiempo hacia la Eucaristía tiende toda su actividad. Si la Eucaristía fuera sólo la cumbre o el punto de llegada, podríamos concebirla como un premio, pero si la Eucaristía es, en primer lugar, fuente de la vida de la Iglesia, nos invita a participar adecuadamente, gustando y contemplando toda su riqueza, advirtiendo el primado de la gracia en la vida cristiana y en la celebración de su misterio. Es la verdad de siempre: la salvación es un don, no es un premio, pues no soy yo quien ha elegido a Dios, ha sido Él quien me ha elegido.     

En segundo lugar, la acción del hombre nos indica que cuando los celebrantes sean piedras vivas se manifestará la Iglesia en este mundo como un sacramento de salvación para todas las naciones; de otro modo, se manifestará la Iglesia como estandarte de ignominia, pues la sal cuando pierde su sabor sólo sirve para que sea pisoteada y despreciada por el pueblo. Entonces, el problema principal es advertir si nosotros somos piedras vivas o piedras muertas, es decir, darnos cuenta si somos instrumentos adecuados en manos de Cristo para la celebración litúrgica, para poder llegar a ser celebrantes por connaturalidad, es decir, movidos por la gracia de Dios.  

Hay que estar evangelizados y convertidos para poder formar parte de una asamblea que celebra fructuosamente el misterio de Cristo. Hay que estar en gracia de Dios. “Pienso que el núcleo de la crisis espiritual de nuestro tiempo hunde sus raíces en el oscurecerse de la gracia del perdón (…) En general, se puede decir que la actual discusión moral tiende a liberar a los hombres de la culpa (…) La moral es seria sólo si se da el perdón, un perdón real, eficaz, de otro modo ella cae en lo condicional puro y vacío. Pero el perdón existe sólo si se da el precio de compra, el contracambio, si la culpa ha sido expiada, si se da la expiación (…) Él mismo que ha padecido expiando toda culpa, es expiación y perdón al mismo tiempo”[5].

Sobre los ministros del culto hay que afirmar que los sacerdotes desacralizados no son aptos para una adecuada celebración. El arte desacralizado impide una adecuada celebración y el sacerdote que no celebre con devoción es un mal para la Iglesia y puede ser un peligro público. “El sacerdote no es un presentador que se inventa algo y lo comunica hábilmente (…) Se atribuye importancia al sacerdote in persona, a su persona. El debe ser hábil y saber representar todo muy bien. Es él el verdadero centro de la celebración. En consecuencia, se nos pregunta por qué sólo ciertas personas pueden hacerlo. Si él, al contrario, desaparece e cuanto persona y es de verdad sólo representante, limitándose a realizar con fe lo que se le pide, entonces lo que sucede no gira más en torno a él, no está su persona en el centro, sino que se hace aparte y sobresale finalmente algo más grande”[6].

La celebración litúrgica es canal y cauce de la gracia de Dios, lo que nos obliga a preguntarnos si en la celebración litúrgica se realiza esta comunicación misteriosa de la salvación de Cristo a los hombres; con otras palabras, la buena celebración litúrgica es siempre fructuosa, porque es siempre una celebración culta, que permite a la asamblea entrar en el propio perfeccionamiento, conociendo quién es uno y quién debiera ser. Pero esta fructuosidad presupone la ascesis de los celebrantes y de la asamblea y la confesión de la verdadera fe en el acto celebrativo, que da fuerza y creatividad, pues aparece no la exaltación del yo, el protagonismo, sino la adoración de Dios.
Padre Pedro Fernández, op

[1] Cf. S. PÍO X,  Tra le sollecitudini (22-XI-1903): ASS 36 (1903-1904) 330.
[2] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitutio Sacrosanctum Concilium, nn. 12, 14, 19, 26, 27, 30, 41, 50, 55, 79, 114 124: AAS 56 (1964) 103. 104. 105. 107 (2). 108. 111. 114. 115. 120. 129. 132 (participatio);  8, 10, 11, 17, 21, 33, 48, 53, 56, 85, 90, 106, 113: AAS 56 (1964) 101. 102. 103. 105. 106. 108. 113. 114. 115. 121. 122. 126. 128  (participare).
[3] J. RATZINGER- BENEDETTO XVI, Davanti al protagonista. Alle radici della liturgia. Cantagalli. Sena 2009, p. 155. 156. 157.
[4] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitutio Lumen Gentium, n. 11: AAS 57 (1965) 15; Decretum Presbyterorum ordinis, n. 5: AAS 58 (1966) 997.  
[5] J. RATZINGER- BENEDETTO XVI, Davanti al protagonista. Alle radici della liturgia. Cantagalli. Sena 2009, pp. 16. 17. 18.
[6] J. RATZINGER- BENEDETTO XVI, Davanti al protagonista. Alle radici della liturgia. Cantagalli. Sena 2009, pp. 50. 51.