I. LA NATURALEZA DE LA LITURGIA.
1. Liturgia y vida. La finalidad última del éxodo del pueblo elegido
es la adoración de Dios, que ha de hacerse según el plan divino y, por ello,
fuera de todo compromiso humano. El origen del pueblo de Israel es servir al
Señor y la tierra prometida es un espacio para la adoración de Dios. En este
contexto acontece la alianza de Dios con
su pueblo. Pero ¿qué sucede en esta Alianza del cielo con la tierra? En
el Sinaí el pueblo recibe la instrucción sobre el culto divino y una regla de
vida, de tal manera que el culto en adelante será inseparable de un estilo de
vida; además, un ordenamiento de la vida humana que no reconozca a Dios impedirá
el desarrollo humano. En fin, culto y vida se apoyan mutuamente y la liturgia
sólo se celebra adecuadamente con un corazón entregado a Dios y un pueblo
sometido a la ley divina, pues la liturgia va más allá del mero culto exterior.
En este contexto se comprende por qué “la gloria de Dios es el hombre vivo, y
la vida del hombre es ver a Dios”[1].
En
esta perspectiva, se comprende cómo la liturgia no es algo fabricado por el
hombre, que nos mantendría en el vacío y en las tinieblas, sino algo ordenado
por Dios, que nos pone en comunión con el más allá, y así el Señor reina en su
pueblo y en su tierra. La liturgia es siempre una experiencia del sentido de la
vida presente y una prefiguración de la vida futura. La idolatría es lo
contrario de la liturgia verdadera y se cae en ella cuando en vez de conformar
el hombre a Dios, se conforma Dios al hombre o cuando se reduce el culto a una
auto celebración del hombre, donde la adoración a Dios se transforma en un
entretenimiento humano, que introduce al hombre en una fiesta que empieza y
termina en sí misma, sin cambiar la realidad.
2. Liturgia y
cosmos-historia. Hoy se ha
generalizado la idea que las religiones o son cósmicas o históricas, y ello es
cierto con la condición de no contraponer exclusivamente ambos modelos en la
religión cristiana, olvidando que el Dios redentor es también el Dios creador.
Se piensa que el culto es algo así como un dar para recibir, pero en la
revelación bíblica se clarifica este modo de pensar advirtiendo que el fin de
la creación es la alianza gratuita de Dios con el hombre, realizada mediante el
culto concretado en el sacrificio; Dios quiere relacionarse con el hombre y el
hombre entra en esta comunión sacrificando la propia voluntad. “Dios acepta y
recibe con agrado el sacrificio de la Iglesia, cuando se conserva la caridad
que derramó en ella el Espíritu Santo”[2].
El verdadero sacrificio es la civitas Dei
que vive bajo la ley y el gozo del amor divino.
Con otras palabras, vemos que en la creación y en
la redención todo procede de Dios (exitus)
y todo regresa a Dios (reditus). La criatura
no cae en el vacío, sino que al ser un acto de amor gratuito de Dios tiende al
gozo en la verdad y en la libertad. Y el regreso a Dios es otro acto de amor divino,
ahora redentor, que nos cura de las heridas del pecado original y actual, y nos
da la oportunidad de conocer (gnosis- fe) que Dios nos ha creado para amarnos y
salvarnos y, por eso, no nos abandonó en el pecado. La esencia del culto es
celebrar la salida de Dios y el regreso al Padre mediante el sacrificio de
Cristo, el misterio de la Cruz, y el nuestro, la vida sometida a los
mandamientos de Dios, que no es destrucción de la vida, sino renacimiento a la
verdadera vida mediante la victoria sobre el pecado y la muerte. En ese
sentido, la religión cristiana asume los aspectos válidos de las religiones
paganas, situándolos en un nivel esplendoroso.
3. La forma de la liturgia. El culto religioso, ordenado a la liberación del mal, se basaba siempre
en sucedáneos. Así sucede hasta que en el sacrificio de Isaac Dios acepta el
sacrificio de un cordero en lugar del hijo (Gen 22, 13). Pero Isaac es el
símbolo evidente del verdadero Cordero de Dios que es Jesucristo, hecho
semejante a nosotros en la muerte para hacernos a nosotros semejantes a Él en
la resurrección. La institución del culto pascual (Ex 12, 14) nos lleva también
a Cristo, el primogénito de la creación ( Col 1, 15), el que vivía del celo por
la casa de Dios (Jn 2, 17), llamada a ser casa de oración para todos (Mc 11,
17).
Pero cuando se pone la importancia en la
materialidad de los ritos y no en el simbolismo del Mesías esperado, los
profetas critican los sacrificios, que impiden la verdadera adoración a Dios. Y
al llegar el Enviado de Dios terminó el culto provisorio de Israel, perdiendo
su valor de signo de lo que estaba por llegar. El Salmo 50, en su aparente
contradicción, nos ayuda a entrar en este proceso hacia la plenitud del culto
nuevo y eterno. “El sacrificio agradable a Dios es un espíritu quebrantado; un corazón
quebrantado y humillado, tú, o Dios, no lo desprecias (…) entonces aceptarás
los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos, sobre tu altar se inmolarán
novillos” (Sal 50, 19. 21). “Volverán la mirada al que traspasaron” (Jn 19,
37).
El culto cristiano surge a partir del culto no sólo
de la sinagoga, sino también del templo, pero su contenido es tan nuevo y
renovador que supone el final del culto antiguo, pues ahora es un culto
universal, llamado a hacer de todos los hombres una única asamblea cultual. Así
va naciendo la realidad de la logiké
latreia (Rom 12, 1), que no excluye el verdadero sacrificio de Cristo, sino
que lo presenta en su verdadera naturaleza, en espíritu y verdad (Jn 4, 23), y
esta expresión refleja bien la naturaleza del culto cristiano en la medida que
nos lleva al culto inaugurado en la Cruz por el Logos encarnado, que no se
reduce a una asamblea, ni tampoco a una cena, sino que es la verdadera
Eucaristía de acción de gracias por el misterio de la gloria de Dios y de
nuestra salvación. Así pues, la liturgia cristiana es un culto en la verdad de
la fe, de la esperanza, de que Dios llegará
a ser todo en todos.