"Del Ars Celebrandi a la Actuosa Participatio": educación litúrgica en la escuela de Benedicto XVI (IV)
“La Sagrada Liturgia es, por tanto, el culto público que nuestro Redentor rinde al Padre como Cabeza de la Iglesia, y es el culto que la sociedad de los fieles rinde a su Cabeza y, por medio de ella, al Padre eterno; es, para decirlo en pocas palabras, el culto integral del Cuerpo místico de Jesucristo, esto es, de la Cabeza y de sus miembros” [37]. “Con razón, entonces, se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella, los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre; y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros ejerce el culto público íntegro. En consecuencia, toda celebración litúrgica por ser obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia con el mismo título y en el mismo grado no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia” [38]. La realidad esencial de la Sagrada Liturgia, por consiguiente, se identifica a partir de Jesucristo y de la Iglesia, que es su sacramento; con otras palabras, la Sagrada Liturgia es la acción de Jesucristo, sacerdote y víctima, y de la Santa Iglesia por participación.
Así pues, en primer lugar, afirmamos que el contenido esencial del culto cristiano, dada la conjunción en Cristo del sacerdocio y del sacrificio, es la Sangre de Cristo, la cruz, la eucaristía, la acción de gracias, que invita a la adoración, porque “ha sido Dios a reconciliar consigo al mundo en Cristo” (2 Co 5, 19). La liturgia es opus Dei, el amor esencial de Dios que ha decidido salvar a su pueblo. La sangre de Cristo es la expresión del amor infinito (Cf. Jn 13, 1). “No existe otro culto, ni otro sacerdote fuera de Aquél que lo ha cumplido. Jesucristo” [39]. Frente a los sacrificios de animales, tenemos ahora el único sacrificio razonable, válido, porque nos ha salvado. Frente a los sacrificios humanos de expiación para complacer al dios ofendido, tenemos ahora la adoración de Dios mediante el único sacrificio y la acción de gracias por el amor infinito, que me salva. Es decir, frente a la vaciedad soteriológica de los sacrificios de las religiones paganas e incluso ante la inutilidad actual de los sacrificios del Antiguo Testamento, contemplamos a Cristo crucificado y ahora lo celebramos, como signo y fuente de nuestra salvación y, además, en un nivel cósmico. Dios ha reconciliado al hombre consigo y esta reconciliación la realiza en los niveles individual, social y cósmico.
Pero la muerte de Jesucristo en Cruz, manifestación suprema de Dios que quiere salvar a toda costa al hombre, encierra un misterio de culto y de salvación que se escapa fácilmente a la mera reflexión teológica humana, sobre todo si no se menciona ni siquiera una sola vez la realidad del hombre caído en el pecado. Quiero decir que la Cruz y, por lo mismo, la liturgia adoración es, no sólo sacrificio de acción de gracias, sino también sacrificio de expiación, y así nos situamos en la doctrina de la Carta a los Hebreos. “Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo” (Hb 10, 10). Si Cristo fuera sólo inmenso misterio de amor, ¿por qué la Cruz? ¡Hubiera bastado una palabra benevolente del Padre! ¿Acaso no advertimos aquí un misterio que nos abre no sólo al amor, sino también al dolor, como realidades esenciales en la vida de Cristo y en la vida de sus discípulos? Necesitamos leer las vidas de los santos, no sólo las obras de los teólogos, para entrar en una visión completa del misterio de la Cruz y, por lo mismo, del misterio de la Liturgia. Ahora bien, es evidente que “el principio constitutivo del sacrificio no es la destrucción, sino el amor” [40].
La Iglesia sin liturgia es mera organización humana y la liturgia sin Iglesia es fría ritualidad humana. “Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). La Iglesia, celebrando la Liturgia, adora a Cristo, que celebra la salvación del hombre, es decir, en el culto se hace presente el misterio de la misericordia divina. Dios no ha venido a condenar al pecador, sino a salvarlo; por eso, los santos soportan el pecado, y sacan al pecador del abismo del pecado. Dios salva y el hombre acoge la salvación, porque el hombre no puede dar nada a Dios, sólo acoger el don de Dios y así salvarse. Frente al protagonismo de la asamblea celebrante o del presidente de la asamblea -expresiones un tanto inadecuadas- Jesucristo ofreciendo su sacrificio, nos convoca a acoger la salvación, naciendo así a la vida nueva. Es decir, la pregunta fundamental en cada celebración litúrgica es: ¿estoy buscando la gloria de Dios en Cristo Jesús o estoy buscando la gloria del hombre en el esplendor de las ceremonias de la Iglesia? Con otras palabras, la Liturgia, ¿es acción de Cristo y de la Iglesia o es acción de la Iglesia, que se hace centro de sí misma y se mira a sí misma o se trata incluso, como a veces sucede, de un hecho marginal e irrelevante que por no interesar no interesa ni siquiera al que lo realiza?
El sacerdote, que actúa in persona Christi capitis y ante el pueblo, debe mostrarse sencillo y humilde de corazón, dejando durante la celebración todo el protagonismo a Jesucristo; por tanto debe desaparecer, mirando a la Cruz y contemplando el misterio, sobre todo durante la plegaria anafórica o sacrificial, sin perder la mirada en el público. Hay que evitar la exhibición de los celebrantes, pues cuando se celebra el misterio el mundo desaparece y queda sólo el Señor actuando y todo lo demás recibiendo. El misterio no se revela con palabras y gestos humanos, sino con la acción de Dios acogida por el hombre La celebración versus populum y la conversión del altar en una mesa pueden ser dificultades a la hora de continuar profesando nuestra fe en el sacrificio de Cristo actualizado en la Eucaristía.
“La Iglesia procede de la adoración, de la misión de glorificar a Dios (…) La Iglesia tiene que ver por su naturaleza con la liturgia (…) En la historia del posconcilio la constitución sobre la Liturgia no fue entendida desde este fundamental primado de la adoración, sino más bien como si fuera un documento de recetas sobre qué es lo que se puede hacer con la liturgia.(…) Sin embargo, cuanto más nosotros lo hacemos por nuestra cuenta, tanto menos atrayente se vuelve, porque todos advierten que lo esencial se va perdiendo cada vez más” [41]. Por tanto, devolvamos la liturgia al campo del misterio de la comunicación de Dios con el hombre, de manera que también nosotros volvamos a quedar cautivados por el amor y la vida que se advierten en quien celebra la liturgia, devoción y oración, mediante la profesión de fe.
La liturgia, fuente y cumbre de la Iglesia, se celebra en la visión y en la escucha, como la fe (Rm 10, 17). “Id y contad a Juan lo que habéis oído y visto” (Mt 11, 4). Es el momento de presentar la capacidad simbólica de la Liturgia, capaz de relacionar lo visible con lo invisible, la palabra con el significado, la visión con el contenido, dando vida a la persona humana, no tanto por lo que simboliza, sino por lo que la persona cree y experimenta, pues si adviertes la transformación del pan y del vino, ¿no vas a creer en la presencia de quien te concede la gracia de ser distinto? Es el momento también de advertir la santidad de la liturgia, cuya celebración hace santos y exige santos; las cosas santas se dan sólo a los santos. Este modo de funcionar la liturgia tiene su paradigma fundamental en el misterio de la encarnación de Cristo, donde la carne manifiesta el Espíritu, porque Dios actúa en la carne de Cristo. Además, ya no es sólo el Dios con nosotros, sino sobre todo el diálogo del Hijo con el Padre.
Lo sagrado es, pues, la forma fundamental de la identidad litúrgica, porque la liturgia es mediación de la presencia de Dios; en este contexto, está lo sagrado substancial, la Eucaristía, y lo sagrado virtual, donde hallamos la virtud de los demás sacramentos, la acción de Cristo, y en otro nivel la virtud de los sacramentales, la acción de la Iglesia, en sus diversas expresiones. Por tanto, no respetar esta ley básica del culto implica desacralizar la liturgia. “Por ello debemos reencontrar el coraje de lo sagrado, el coraje de la distinción de lo que es cristiano, no para crear barreras, sino para transformar, para ser verdaderamente dinámicos” [42]. En este contexto, encontramos los signos sagrados, que evocan el misterio, ayudándonos a pasar de lo visible al amor de las realidades invisibles, por ejemplo, gestos, el signo de la cruz, la genuflexión; o espacios, el presbiterio, el baptisterio, lo penitencial, mirar a oriente (versus Deum o versus populum); palabras, la plegaria eucarística rezada submissa voce [43], no predicada, etc.
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Pdre. Pedro Fernández, op
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[37] PÍO XII, Encíclica Mediator Dei (20-XI-1947): Documentación Litúrgica. Nuevo Enquiridión.
De San Pío X a Benedicto XVI. Ed. A. Pardo. Monte Carmelo. Burgos 2006, p.
51, n. 29.
[38] CONCILIO VATICANO II, Constitutio Sacrosanctum Concilium, n. 7: Documentación
Litúrgica. Nuevo Enquiridión. De San Pío X a Benedicto XVI. Ibíd., p. 114,
n. 7.
[39] J. RATZINGER, Introduzione al cristianessimo.
Queriniana. Brescia 2003, p. 277.
[40] J. RATZINGER, Introduzione al cristianessimo. Ibíd. p.
279.
[41] J. RATZINGER, “L´ecclesiologia
della costituzione Lumen Gentium”, en La
Comunione della Chiesa. San Paolo. Cinisello B. 2004, pp. 132-133.
[42] J. RATZINGER, Servitori della vostra gioia. Ancora.
Milano 2002, p. 127.
[43] Cf. El Magisterio de la Iglesia. Ed. E. DenzinGer. Herder. Barcelona
1963, p. 271, nº 956.