He venido para servir a Adán hecho pobre
Antiguo y Nuevo Testamento describen la relación de Dios con su pueblo y con cada bautizado como una relación esponsal; la vida de las diversas iglesias cristianas ha continuado y desarrollado esta dimensión esponsal en la vida litúrgica, monástica y en la eclesiología, y especialmente en los tres primeros días de la Semana Santa en la tradición bizantina, es destacada la figura de Cristo esposo y, por tanto, las bodas de Dios con la Iglesia, con la humanidad.
El icono «del Esposo» representa a Cristo sufriente y es llamado también «la mayor humillación», haciendo referencia implícita al texto del capítulo segundo de la carta a los Filipenses. Uno de los troparios del oficio de este día canta: «He aquí que el Esposo viene en medio de la noche, ¡dichoso el siervo que encuentre vigilante, indigno aquel siervo que encuentre negligente! ¡Vela alma mía, no te dejes oprimir por el sueño, para no ser entregada a la muerte y expulsada del Reino! De lo contrario, vigilando, grita: Santo, Santo, Santo eres tú, oh Dios; ten piedad de nosotros».
El texto litúrgico destaca tres aspectos importantes. El primero es la espera del Esposo; la espera del viejo Adán, expulsado del Paraíso simbólicamente al inicio de la Cuaresma, se hace ahora más presente con el uso de la imagen evangélica de la llegada y el encuentro con el esposo, un Esposo cuyo tálamo nupcial es su Cruz. El segundo aspecto es la analogía entre sueño y muerte. La llegada del Esposo para el cristiano es el momento de su paso: el Esposo llegará a una hora que el siervo no conoce, y por esto se le pide vigilancia. El tercer aspecto es el de las bodas divinas y de la absoluta indignidad del hombre, que puede entrar en la cámara nupcial, el Reino, sólo gracias a la luz que viene de Cristo por medio del bautismo.
Unidos a la dimensión esponsal de Cristo, encontramos algunos troparios subrayando la pobreza y el anonadamiento de Cristo por medio de la Encarnación: «He venido para servir a Adán hecho pobre, de cuya forma voluntariamente me he revestido, yo, el Creador, rico por la divinidad; he venido para inmolarme por su rescate, yo, impasible por la divinidad. El primero entre vosotros que sea vuestro servidor de todos, el que gobierna tal como el que es gobernado, y el elegido tal como el último. Yo, de hecho, he venido para servir a Adán hecho pobre, y dar mi vida en rescate por muchos».
Con la parábola de la diez vírgenes en las vísperas del martes santo la liturgia bizantina exhorta a la espera y a la custodia del aceite en las lámparas del propio corazón: «Mandemos lejos de nosotros la indolencia, y con las lámparas encendidas vayamos con himnos al encuentro de Cristo, esposo inmortal. Cuantos habéis recibido de Dios el mismo poder de la gracia, multiplicad el talento con la ayuda de Cristo que os lo ha dado, salmodiando: Bendecid, obras del Señor, al Señor. Somnoliento por la indolencia del alma, oh Cristo esposo, no tengo la lámpara encendida, la lámpara de las virtudes, y son símiles a las vírgenes necias, porque van de acá para allá cuando es tiempo de obrar. No me cierres, oh soberano, las entrañas de tu misericordia, sino despiértame, despojándome de este sueño tenebroso, y hazme entrar junto a las vírgenes sensatas en tu tálamo, donde resuenan aires de gente en fiesta».
Los tres primeros días de la Semana Santa se concluyen con el canto de un tropario que, retomando el texto esponsal, le da ya una clara dimensión también bautismal unida con la Pascua: «Veo tu tálamo adornado, oh mi Salvador, y no tengo las vestiduras para entrar. !Haz resplandecer las vestiduras de mi alma, oh tú que das la luz, y sálvame!».
(Publicado por Manuel Nin en l’Osservatore Romano el 1 de abril del 2012; traducción del original italiano: Salvador Aguilera López)
Antiguo y Nuevo Testamento describen la relación de Dios con su pueblo y con cada bautizado como una relación esponsal; la vida de las diversas iglesias cristianas ha continuado y desarrollado esta dimensión esponsal en la vida litúrgica, monástica y en la eclesiología, y especialmente en los tres primeros días de la Semana Santa en la tradición bizantina, es destacada la figura de Cristo esposo y, por tanto, las bodas de Dios con la Iglesia, con la humanidad.
El icono «del Esposo» representa a Cristo sufriente y es llamado también «la mayor humillación», haciendo referencia implícita al texto del capítulo segundo de la carta a los Filipenses. Uno de los troparios del oficio de este día canta: «He aquí que el Esposo viene en medio de la noche, ¡dichoso el siervo que encuentre vigilante, indigno aquel siervo que encuentre negligente! ¡Vela alma mía, no te dejes oprimir por el sueño, para no ser entregada a la muerte y expulsada del Reino! De lo contrario, vigilando, grita: Santo, Santo, Santo eres tú, oh Dios; ten piedad de nosotros».
El texto litúrgico destaca tres aspectos importantes. El primero es la espera del Esposo; la espera del viejo Adán, expulsado del Paraíso simbólicamente al inicio de la Cuaresma, se hace ahora más presente con el uso de la imagen evangélica de la llegada y el encuentro con el esposo, un Esposo cuyo tálamo nupcial es su Cruz. El segundo aspecto es la analogía entre sueño y muerte. La llegada del Esposo para el cristiano es el momento de su paso: el Esposo llegará a una hora que el siervo no conoce, y por esto se le pide vigilancia. El tercer aspecto es el de las bodas divinas y de la absoluta indignidad del hombre, que puede entrar en la cámara nupcial, el Reino, sólo gracias a la luz que viene de Cristo por medio del bautismo.
Unidos a la dimensión esponsal de Cristo, encontramos algunos troparios subrayando la pobreza y el anonadamiento de Cristo por medio de la Encarnación: «He venido para servir a Adán hecho pobre, de cuya forma voluntariamente me he revestido, yo, el Creador, rico por la divinidad; he venido para inmolarme por su rescate, yo, impasible por la divinidad. El primero entre vosotros que sea vuestro servidor de todos, el que gobierna tal como el que es gobernado, y el elegido tal como el último. Yo, de hecho, he venido para servir a Adán hecho pobre, y dar mi vida en rescate por muchos».
Con la parábola de la diez vírgenes en las vísperas del martes santo la liturgia bizantina exhorta a la espera y a la custodia del aceite en las lámparas del propio corazón: «Mandemos lejos de nosotros la indolencia, y con las lámparas encendidas vayamos con himnos al encuentro de Cristo, esposo inmortal. Cuantos habéis recibido de Dios el mismo poder de la gracia, multiplicad el talento con la ayuda de Cristo que os lo ha dado, salmodiando: Bendecid, obras del Señor, al Señor. Somnoliento por la indolencia del alma, oh Cristo esposo, no tengo la lámpara encendida, la lámpara de las virtudes, y son símiles a las vírgenes necias, porque van de acá para allá cuando es tiempo de obrar. No me cierres, oh soberano, las entrañas de tu misericordia, sino despiértame, despojándome de este sueño tenebroso, y hazme entrar junto a las vírgenes sensatas en tu tálamo, donde resuenan aires de gente en fiesta».
Los tres primeros días de la Semana Santa se concluyen con el canto de un tropario que, retomando el texto esponsal, le da ya una clara dimensión también bautismal unida con la Pascua: «Veo tu tálamo adornado, oh mi Salvador, y no tengo las vestiduras para entrar. !Haz resplandecer las vestiduras de mi alma, oh tú que das la luz, y sálvame!».
(Publicado por Manuel Nin en l’Osservatore Romano el 1 de abril del 2012; traducción del original italiano: Salvador Aguilera López)