Como todas las reformas litúrgicas, siempre hay algo bueno y algo no tan bueno. Cosas logradas y cosas a mejorar. Antes de la reforma litúrgica romana de los años sesenta, la homilía -propiamente sermón- era considerada como un acto litúrgico -se empezaba y terminaba con la señal de la cruz-, pero estaba normalmente desvinculada de la misa. Con la reforma vuelve a formar parte de la misma
Con respecto a la homilía, conviene recordar que en el s. X comienza a hablarse de los presbíteros como secundi praedicatores en el Pontifical romano-germánico. Dos siglos después, se habla sólo del obispo. Será con el advenimiento de las órdenes mendicantes y el IV Concilio de Letrán que el presbiterado sea considerado como capaz de predicar de forma ordinaria.
Como en otras cuestiones, cuando el Concilio Vaticano II piensa en insertar la homilía dentro de la misa (cf. SC 52), piensa en la liturgia episcopal primitiva. Las largas homilías de los Padres, si es que podemos afirmar que se dijeron dentro de una única misa, deben comprenderse desde la duración de las liturgias patrísticas. Las liturgias orientales bien pueden aproximarnos a esa duración.
Cuando sobreviene la Reforma protestante, el sermón se encuentra separado de la misa. De hecho, tanto en la celebración de la Cena como en un culto cualquiera, en ámbito protestante el lugar central -en cuanto a duración pero también en cuanto a atención y preparación- lo tiene la homilía. Esto, sumado al carácter extenso que tenía fuera de la misa antes del Vaticano II, hace que comprendamos mejor por qué sigue siendo "tan" larga.
Esta crítica no es nueva: al formar parte de la Liturgia de la palabra, el conjunto de ritos iniciales, lecturas y homilía llega a tener en muchos casos una duración mayor que la Liturgia eucarística. Si tenemos en cuenta el tiempo en distribuir la comunión que, en comunidades numerosas en fieles, puede ser largo, podríamos decir que no pueden durar lo mismo las dos partes de la misa. El criterio "idealista" de las dos famosas mesas, la de la palabra y la de la eucaristía, no debe oscurecer el dinamismo y duración específica de cada una de ellas. Antes de la Liturgia de la palabra en sentido estricto, hay una única procesión: la de entrada. En la Liturgia eucarística hay dos: la del ofertorio -o si se prefiere, de "presentación de los dones"- y la de comunión. Todos estos datos -que podríamos dar más- nos indican que la duración de la Liturgia de palabra, y concretamente de la homilía, no puede ser mucha.
Si la homilía está al servicio de la palabra de Dios proclamada -en otras palabras, no es más importante que ella-, entonces tampoco es un momento central de la Liturgia de la palabra, aunque naturalmente tenga que durar más la explicación que la proclamación de la Escritura. Lo mismo cabe decir de la comunión: lo lógico sería que durase más que la plegaria eucarística, por lo menos, en una comunidad media (léase, no en pequeñas comunidades o en iglesias rurales).
Para los predicadores, la tentación está en reducir -o concebir- la preparación de la misa como la preparación de la homilía: un estudio previo de tipo intelectual. Para los laicos, la tentación está en medir lo "bueno" o "malo" de una misa según dure o sea entretenida o interpelante la homilía.
La revalorización que en los últimos años está teniendo la lectura de la Escritura en la liturgia, especialmente en la eucaristía, se está dirigiendo peligrosamente no a considerar la proclamación de la misma o los ritos que la envuelven -incensación, candelabros, signación y beso del evangeliario, bendición con éste en la liturgia episcopal- sino a centrar la atención en la homilía. Y son tantos los elementos que se supone que debería tener, que se alarga en el tiempo. Lo ideal, por tanto, sería dedicar más tiempo al rito y a la eucología en vez de más tiempo a la homilía. Es preferible tener la posibilidad de proclamar el canon romano sin prisas que tener que "abreviar" siempre con la II por culpa de una homilía extensa.