Dichosos los corderos cuyo Pastor se ha hecho por ellos pasto
La tradición litúrgica siro-occidental celebra la Epifanía del Señor como la fiesta de la plena manifestación del Verbo de Dios, que tiene lugar en su bautismo en el Jordán de manos de Juan Bautista. Con la fiesta del 6 de Enero comienza el periodo litúrgico llamado Denha (“manifestación”), que se prolonga durante diversas semanas hasta el Ayuno de los Ninivitas, es decir, el inicio de la Pre-Cuaresma. Los textos litúrgicos subrayan el nuevo nacimiento del cristiano en Cristo mediante el bautismo y las bodas de la Iglesia con Cristo.
Diversos himnos atribuidos a san Efrén marcan el oficio nocturno y las dos figuras centrales de la escena evangélica del bautismo, Cristo y Juan, son colocadas en un primer plano contrastándolas: “El Verbo envió la voz como heraldo y dijo: Soy una voz mas no el Verbo. Soy una lámpara, pero no la luz. Soy una estrella que se eleva antes del Sol de justicia”.
Los textos contemplan el bautismo de Cristo y el de los cristianos. Por medio del agua, del óleo y de la eucaristía los bautizados son insertados en la vida en Cristo: “El óleo del débil y del humilde hace a los fuertes iguales a su Señor. He aquí que el óleo marca y hace de los lobos un rebaño de ovejas. Y los pueblos, que huían lejos del bastón (de Moisés), se han refugiado ahora en la cruz. En el desierto el gentío estaba como ovejas privadas de pasto. Dichosos vosotros, corderos inocentes de Cristo, hechos dignos del Cuerpo y la Sangre: el Pastor mismo se ha convertido para vosotros en pasto”.
En otros himnos describe los momentos del bautismo cristiano, comenzando con el descenso del Espíritu Santo: “Descendió de lo alto el Espíritu y santificó las aguas con su aletear; ha descendido y ha hecho morada en todos aquellos que han sido engendrados en las aguas”. El descenso del Espíritu santifica las humildes aguas del Jordán, no las poderosas del cielo o de los mares: “Las aguas del cielo tienen envidia, por no haber merecido ser el lugar de tu baño. Solamente las aguas del bautismo son capaces de perdonar. Poderosos los mares por sus aguas, mas demasiado débiles para perdonar”.
Para Efrén el descenso del Espíritu Santo sobre las aguas renueva, santifica y recrea toda la Iglesia: “En el principio el espíritu aleteante revoloteó sobre las aguas. Éstas concibieron y engendraron reptiles, peces y aves. El Espíritu Santo ha revoloteado sobre las aguas del bautismo y ha engendrado águilas, vírgenes y príncipes; peces, continentes e intercesores. Y ¿cómo dragones? Los astutos se han convertido en inocentes como palomas”.
El papel de los sacerdotes en el bautismo es comparado por Efrén al de los constructores: “Una morada de tierra, cuando se está arruinando la pueden restaurar gracias al agua. El cuerpo de Adán hecho de tierra, arruinado, fue restaurado con agua. He aquí los sacerdotes, como los constructores, han renovado de nuevo vuestros cuerpos”.
Una gran consagración de las aguas tiene también lugar en la tradición siro-occidental, durante el oficio nocturno o al inicio de la liturgia eucarística. Un recipiente con agua, cubierto con un velo blanco es llevado en procesión por un diácono, también velado, al centro de la iglesia, simbolizando a Juan que va al encuentro de Cristo para bautizarlo, o al “amigo del esposo” que conduce a la Iglesia y a la humanidad hacia las bodas con Cristo.
Diversas lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento preceden las tres grandes oraciones de consagración del agua, y la tercera es introducida con las mismas fórmulas de introducción de la anáfora eucarística: “Estemos con devoción, estemos atentos con temor y pureza”. Durante esta oración el celebrante signa nueve veces el agua con la cruz, como se hace también sobre las especies eucarísticas en la anáfora. Recitadas las tres oraciones, el sacerdote sumerge la cruz manual en el agua y la muestra junto al recipiente del agua hacia los cuatro puntos cardinales en señal de bendición.
En los textos de la consagración se subraya en primer lugar el bautismo de Cristo: “El Hijo llamó a su siervo Juan, que se acercó y puso su mano derecha sobre la cabeza de Aquél que lo había creado: ¿Qué podré decir, cómo podré yo bautizarte, Señor mío? Si digo: en el nombre del Padre, he aquí que tu estás en tu Padre. Si digo: en el nombre del Hijo: he aquí que tú eres este Hijo amado. Y si digo: en el nombre del Espíritu, este espíritu está contigo”.
El segundo aspecto de la consagración es el de las bodas de Cristo y de la Iglesia: “El Hijo que ha creado toda la creación, ha sido bautizado y ha emergido de las aguas. Juan llama a la Iglesia y le dice: He aquí el Esposo”. La Iglesia corre, se prosterna y lo adora. Junto al río estaba el rey David, hasta que la esposa fue lavada y sacada de las aguas, y por ellas canta: “Olvida tu pueblo y la casa paterna, porque el rey se alegra de tu belleza”. La Iglesia, santa y pobre, se hace rica. He aquí que se convierte en reina.
(Publicado por Manuel Nin en l’Osservatore Romano el 6 de Enero de 2010; traducción del original italiano: Salvador Aguilera López)
La tradición litúrgica siro-occidental celebra la Epifanía del Señor como la fiesta de la plena manifestación del Verbo de Dios, que tiene lugar en su bautismo en el Jordán de manos de Juan Bautista. Con la fiesta del 6 de Enero comienza el periodo litúrgico llamado Denha (“manifestación”), que se prolonga durante diversas semanas hasta el Ayuno de los Ninivitas, es decir, el inicio de la Pre-Cuaresma. Los textos litúrgicos subrayan el nuevo nacimiento del cristiano en Cristo mediante el bautismo y las bodas de la Iglesia con Cristo.
Diversos himnos atribuidos a san Efrén marcan el oficio nocturno y las dos figuras centrales de la escena evangélica del bautismo, Cristo y Juan, son colocadas en un primer plano contrastándolas: “El Verbo envió la voz como heraldo y dijo: Soy una voz mas no el Verbo. Soy una lámpara, pero no la luz. Soy una estrella que se eleva antes del Sol de justicia”.
Los textos contemplan el bautismo de Cristo y el de los cristianos. Por medio del agua, del óleo y de la eucaristía los bautizados son insertados en la vida en Cristo: “El óleo del débil y del humilde hace a los fuertes iguales a su Señor. He aquí que el óleo marca y hace de los lobos un rebaño de ovejas. Y los pueblos, que huían lejos del bastón (de Moisés), se han refugiado ahora en la cruz. En el desierto el gentío estaba como ovejas privadas de pasto. Dichosos vosotros, corderos inocentes de Cristo, hechos dignos del Cuerpo y la Sangre: el Pastor mismo se ha convertido para vosotros en pasto”.
En otros himnos describe los momentos del bautismo cristiano, comenzando con el descenso del Espíritu Santo: “Descendió de lo alto el Espíritu y santificó las aguas con su aletear; ha descendido y ha hecho morada en todos aquellos que han sido engendrados en las aguas”. El descenso del Espíritu santifica las humildes aguas del Jordán, no las poderosas del cielo o de los mares: “Las aguas del cielo tienen envidia, por no haber merecido ser el lugar de tu baño. Solamente las aguas del bautismo son capaces de perdonar. Poderosos los mares por sus aguas, mas demasiado débiles para perdonar”.
Para Efrén el descenso del Espíritu Santo sobre las aguas renueva, santifica y recrea toda la Iglesia: “En el principio el espíritu aleteante revoloteó sobre las aguas. Éstas concibieron y engendraron reptiles, peces y aves. El Espíritu Santo ha revoloteado sobre las aguas del bautismo y ha engendrado águilas, vírgenes y príncipes; peces, continentes e intercesores. Y ¿cómo dragones? Los astutos se han convertido en inocentes como palomas”.
El papel de los sacerdotes en el bautismo es comparado por Efrén al de los constructores: “Una morada de tierra, cuando se está arruinando la pueden restaurar gracias al agua. El cuerpo de Adán hecho de tierra, arruinado, fue restaurado con agua. He aquí los sacerdotes, como los constructores, han renovado de nuevo vuestros cuerpos”.
Una gran consagración de las aguas tiene también lugar en la tradición siro-occidental, durante el oficio nocturno o al inicio de la liturgia eucarística. Un recipiente con agua, cubierto con un velo blanco es llevado en procesión por un diácono, también velado, al centro de la iglesia, simbolizando a Juan que va al encuentro de Cristo para bautizarlo, o al “amigo del esposo” que conduce a la Iglesia y a la humanidad hacia las bodas con Cristo.
Diversas lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento preceden las tres grandes oraciones de consagración del agua, y la tercera es introducida con las mismas fórmulas de introducción de la anáfora eucarística: “Estemos con devoción, estemos atentos con temor y pureza”. Durante esta oración el celebrante signa nueve veces el agua con la cruz, como se hace también sobre las especies eucarísticas en la anáfora. Recitadas las tres oraciones, el sacerdote sumerge la cruz manual en el agua y la muestra junto al recipiente del agua hacia los cuatro puntos cardinales en señal de bendición.
En los textos de la consagración se subraya en primer lugar el bautismo de Cristo: “El Hijo llamó a su siervo Juan, que se acercó y puso su mano derecha sobre la cabeza de Aquél que lo había creado: ¿Qué podré decir, cómo podré yo bautizarte, Señor mío? Si digo: en el nombre del Padre, he aquí que tu estás en tu Padre. Si digo: en el nombre del Hijo: he aquí que tú eres este Hijo amado. Y si digo: en el nombre del Espíritu, este espíritu está contigo”.
El segundo aspecto de la consagración es el de las bodas de Cristo y de la Iglesia: “El Hijo que ha creado toda la creación, ha sido bautizado y ha emergido de las aguas. Juan llama a la Iglesia y le dice: He aquí el Esposo”. La Iglesia corre, se prosterna y lo adora. Junto al río estaba el rey David, hasta que la esposa fue lavada y sacada de las aguas, y por ellas canta: “Olvida tu pueblo y la casa paterna, porque el rey se alegra de tu belleza”. La Iglesia, santa y pobre, se hace rica. He aquí que se convierte en reina.
(Publicado por Manuel Nin en l’Osservatore Romano el 6 de Enero de 2010; traducción del original italiano: Salvador Aguilera López)