Las lágrimas conmueven al amigo de los hombres"
Las liturgias cristianas de Oriente y Occidente celebran el 20 de Julio la fiesta del profeta Elías el tesbita. La Bizantina lo presenta como el gran intercesor por el pueblo, lleno de celo por el Señor. Román el Melódico tiene un kontakion de 33 estrofas dedicado al profeta, diálogo – en algunos momentos, casi una lucha – entre la misericordia y la magnanimidad de Dios y el celo y la ira de Elías. “Dios, el único amigo de los hombres” es el estribillo que se repite.
La primer estrofa del texto lo resume todo: “Viendo las múltiples transgresiones de los hombres y el gran amor de Dios por ellos, Elías se vio devorado por la ira y dirigió al Piadoso palabras sin piedad: ¡Haz sentir tu cólera a cuantos ahora te ofenden, juez justo! Pero no pudo llevar, de ningún modo, a la Misericordia del Bueno a castigar a aquellos que lo ofendían, porque siempre espera el arrepentimiento de todos, el único amigo de los hombres”. Frente a la paciencia de Dios, el profeta decide actuar por cuenta propia.
Conmovedoras son las expresiones del profeta: “Viendo el profeta a toda la tierra en la impiedad y al Altísimo que lo soportaba y no se airaba, se enfureció y declaró: ¡Actuaré yo con autoridad y castigaré a los que te ofenden!; !ellos no se dan cuenta de tu gran paciencia, Padre Misericordioso! Ahora, yo haré de juez en nombre del Creador. Pero me preocupa la divina indulgencia: ¡para conmover al amigo de los hombres bastan pocas lágrimas! Detendré su piedad reforzando las decisiones con un juramento”. Román subraya esto como si fuera una lucha entre el celo de Elías y la magnanimidad de Dios: “Si viera brotar arrepentimiento y lágrimas, no podré dejar de otorgar a los hombres mi piedad, yo, el único amigo de los hombres”.
El dilema de Dios entre la misericordia y la justicia lo lleva a hacerle experimentar también al profeta el hambre y la sed del pueblo castigado: “Los habitantes de la tierra perecían gimiendo y tendiendo las manos al Misericordioso. Y Él estaba en medio de un dilema: deseoso de abrir su corazón a los que lo invocan y de ceder a la piedad, pero sintiendo vergüenza por el profeta y por el juramento hecho por él”. Román destaca cómo Elías vence el hambre y la sed a las cuales lo somete Dios mismo, porque el celo y la ira hacia el pueblo se convierten para él casi en un alimento: “El tesbita estaba lleno de ira contra sus similares, y como piedra insensible soportaba el hambre, porque en lugar de nutrirse de alimento se nutría de su firme propósito”.
Encontramos, más adelante, uno de los momentos más fuertes de la lucha entre Dios y el profeta: “Dios dijo a Elías: Tu gran devoción por mí, no debe provocar en ti un sentimiento malo hacia los hombres. Yo venero tu amistad y no anulo tu decreto, pero ¡no puedo soportar el llanto y la angustia de todos los hombres que he creado! Y Elías respondió al Señor: ¡prefiero morir de hambre, oh Santísimo! Si se castiga a los impíos, será para mí un gran alivio; por esto, no tengas piedad de mí, y extermina a los impíos que hay sobre la tierra”. El encuentro del profeta con la viuda de Sarepta, mujer pagana con un hijo, lo mueve a la misericordia: “Frente a todos los demás he permanecido insensible, pero frente a ésta cambiaré: acostumbraré a mi naturaleza a regocijarse en las obras de misericordia”. Con imágenes muy bellas, Román presenta la muerte del hijo de la viuda como una pedagogía de Dios mismo para llevar a Elías a la compasión hacia su pueblo: “Yo creo, oh Salvador, dijo Elías, que la muerte de este joven es una demostración de tu sabiduría para forzarme a la misericordia. Así cuando yo te pida: Resucita al hijo de la viuda que ha muerto, tú inmediatamente me responderás: Ten piedad de mi hijo Israel”.
La respuesta de Dios al profeta se convierte en un anuncio de su misericordia: “El Misericordioso respondió a Elías: Ahora presta oído a mis palabras: yo sufro y quiero ponerme manos a la obra para que el castigo finalice, porque soy misericordioso. Como padre yo me inclino ante los torrentes de lágrimas, quiero que los pecadores se salven. Y ahora escúchame profeta, quiero que tú sepas bien que todos los hombres tienen la garantía de mi compasión”. Y Román, con las imágenes de un acuerdo, describe el fin de la lucha entre Dios y el profeta y el fin del castigo del pueblo: “Dios dijo a Elías: Te propongo un acuerdo. Tú has sido turbado solamente por las lágrimas de una viuda, yo en cambio por las lágrimas de todos los hombres. Y Elías dijo: ¡Hágase tu voluntad! Haz caer la lluvia y dale al muerto la vida. Porque tú, oh Dios, eres Vida, Resurrección y Redención”.
Finalmente Dios, casi cansado por el celo de Elías, decide tomarlo consigo, sin hacerlo pasar por la muerte, y decide encarnarse: “Dios dijo a Elías: Abandona, amigo mío, la morada de los hombres, y yo descenderé, en mi misericordia, haciéndome hombre; yo que soy del cielo, estaré junto a los pecadores y los liberaré de sus culpas; desciendo yo que sé tomaré sobre mis hombros a la oveja perdida”.
La conclusión es un paralelo entre el profeta y Cristo mismo: “Elías fue elevado en un carro de fuego, mientras que Cristo se eleva entre las nubes y las potestades; aquél desde lo alto mandó el manto a Eliseo, mientras que Cristo mandó sobre sus Apóstoles al Santo Paráclito que todos nosotros hemos recibido con el Bautismo”.
(Publicado por Manuel Nin en l’Osservatore Romano el día 20 de Julio de 2011; traducción del original italiano: Salvador Aguilera López)
Las liturgias cristianas de Oriente y Occidente celebran el 20 de Julio la fiesta del profeta Elías el tesbita. La Bizantina lo presenta como el gran intercesor por el pueblo, lleno de celo por el Señor. Román el Melódico tiene un kontakion de 33 estrofas dedicado al profeta, diálogo – en algunos momentos, casi una lucha – entre la misericordia y la magnanimidad de Dios y el celo y la ira de Elías. “Dios, el único amigo de los hombres” es el estribillo que se repite.
La primer estrofa del texto lo resume todo: “Viendo las múltiples transgresiones de los hombres y el gran amor de Dios por ellos, Elías se vio devorado por la ira y dirigió al Piadoso palabras sin piedad: ¡Haz sentir tu cólera a cuantos ahora te ofenden, juez justo! Pero no pudo llevar, de ningún modo, a la Misericordia del Bueno a castigar a aquellos que lo ofendían, porque siempre espera el arrepentimiento de todos, el único amigo de los hombres”. Frente a la paciencia de Dios, el profeta decide actuar por cuenta propia.
Conmovedoras son las expresiones del profeta: “Viendo el profeta a toda la tierra en la impiedad y al Altísimo que lo soportaba y no se airaba, se enfureció y declaró: ¡Actuaré yo con autoridad y castigaré a los que te ofenden!; !ellos no se dan cuenta de tu gran paciencia, Padre Misericordioso! Ahora, yo haré de juez en nombre del Creador. Pero me preocupa la divina indulgencia: ¡para conmover al amigo de los hombres bastan pocas lágrimas! Detendré su piedad reforzando las decisiones con un juramento”. Román subraya esto como si fuera una lucha entre el celo de Elías y la magnanimidad de Dios: “Si viera brotar arrepentimiento y lágrimas, no podré dejar de otorgar a los hombres mi piedad, yo, el único amigo de los hombres”.
El dilema de Dios entre la misericordia y la justicia lo lleva a hacerle experimentar también al profeta el hambre y la sed del pueblo castigado: “Los habitantes de la tierra perecían gimiendo y tendiendo las manos al Misericordioso. Y Él estaba en medio de un dilema: deseoso de abrir su corazón a los que lo invocan y de ceder a la piedad, pero sintiendo vergüenza por el profeta y por el juramento hecho por él”. Román destaca cómo Elías vence el hambre y la sed a las cuales lo somete Dios mismo, porque el celo y la ira hacia el pueblo se convierten para él casi en un alimento: “El tesbita estaba lleno de ira contra sus similares, y como piedra insensible soportaba el hambre, porque en lugar de nutrirse de alimento se nutría de su firme propósito”.
Encontramos, más adelante, uno de los momentos más fuertes de la lucha entre Dios y el profeta: “Dios dijo a Elías: Tu gran devoción por mí, no debe provocar en ti un sentimiento malo hacia los hombres. Yo venero tu amistad y no anulo tu decreto, pero ¡no puedo soportar el llanto y la angustia de todos los hombres que he creado! Y Elías respondió al Señor: ¡prefiero morir de hambre, oh Santísimo! Si se castiga a los impíos, será para mí un gran alivio; por esto, no tengas piedad de mí, y extermina a los impíos que hay sobre la tierra”. El encuentro del profeta con la viuda de Sarepta, mujer pagana con un hijo, lo mueve a la misericordia: “Frente a todos los demás he permanecido insensible, pero frente a ésta cambiaré: acostumbraré a mi naturaleza a regocijarse en las obras de misericordia”. Con imágenes muy bellas, Román presenta la muerte del hijo de la viuda como una pedagogía de Dios mismo para llevar a Elías a la compasión hacia su pueblo: “Yo creo, oh Salvador, dijo Elías, que la muerte de este joven es una demostración de tu sabiduría para forzarme a la misericordia. Así cuando yo te pida: Resucita al hijo de la viuda que ha muerto, tú inmediatamente me responderás: Ten piedad de mi hijo Israel”.
La respuesta de Dios al profeta se convierte en un anuncio de su misericordia: “El Misericordioso respondió a Elías: Ahora presta oído a mis palabras: yo sufro y quiero ponerme manos a la obra para que el castigo finalice, porque soy misericordioso. Como padre yo me inclino ante los torrentes de lágrimas, quiero que los pecadores se salven. Y ahora escúchame profeta, quiero que tú sepas bien que todos los hombres tienen la garantía de mi compasión”. Y Román, con las imágenes de un acuerdo, describe el fin de la lucha entre Dios y el profeta y el fin del castigo del pueblo: “Dios dijo a Elías: Te propongo un acuerdo. Tú has sido turbado solamente por las lágrimas de una viuda, yo en cambio por las lágrimas de todos los hombres. Y Elías dijo: ¡Hágase tu voluntad! Haz caer la lluvia y dale al muerto la vida. Porque tú, oh Dios, eres Vida, Resurrección y Redención”.
Finalmente Dios, casi cansado por el celo de Elías, decide tomarlo consigo, sin hacerlo pasar por la muerte, y decide encarnarse: “Dios dijo a Elías: Abandona, amigo mío, la morada de los hombres, y yo descenderé, en mi misericordia, haciéndome hombre; yo que soy del cielo, estaré junto a los pecadores y los liberaré de sus culpas; desciendo yo que sé tomaré sobre mis hombros a la oveja perdida”.
La conclusión es un paralelo entre el profeta y Cristo mismo: “Elías fue elevado en un carro de fuego, mientras que Cristo se eleva entre las nubes y las potestades; aquél desde lo alto mandó el manto a Eliseo, mientras que Cristo mandó sobre sus Apóstoles al Santo Paráclito que todos nosotros hemos recibido con el Bautismo”.
(Publicado por Manuel Nin en l’Osservatore Romano el día 20 de Julio de 2011; traducción del original italiano: Salvador Aguilera López)