Liturgia e Icono del "Domingo de las Palmas", en la Tradición Bizantina

Una semana antes del triduo pascual, los creyentes festejamos el “Domingo de las Palmas”, día en el que recordamos la entrada de Jesucristo en Jerusalén. Entrada gloriosa y, al mismo tiempo, llena de humildad. En algunos templos, se representa enmarcando el altar, en el presbiterio, dos entradas triunfales: la entrada de Jesús en Jerusalén y la entrada de Cristo en la gloria; configuración de la Jerusalén Celeste y de la Divina Liturgia (ambas muy cercanas), que hoy vamos a venerar y contemplar.
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El pueblo acoge a Jesús como a un rey, con griterío y alegría, agitando las ramas de las palmeras y se nos cuenta en el Evangelio que toda la ciudad se sobresaltó (Mt 21, 10). Jesús era un Rey que había renunciado a todo poder, en el sentido que hoy lo entendemos. Sólo iba a edificar su obra con el poder procedente del amor, y no tiene otra cosa que ofrecer que salvación y libertad. “Decid a la hija de Sión: Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en una borrica, en un pollino, hijo de acémila” (Mt 21, 5; cf. Zac 9, 9; cf. Is 62, 11). En este texto proveniente de Zacarías e Isaías se nos manifiesta aquello que se cumple en Cristo. Durante la liturgia de este día hay continuas referencias a ellos. El contraste de las imágenes que nos muestran es hermoso: la humildad con la realeza; el amor con el poder; la libertad con la gloria. Aquí reside el sentido del advenimiento de Jesús. Tal vez, la persona de Jesús contraste con el concepto de los poderes de este mundo: la potencia, el poder, el lujo, lo masificado, la violencia, el control, la mentira, los medios…
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Ciñéndonos a la imagen representada en el icono, podemos ver gran parte de este significado teológico. Jesús se dirige desde el centro de la escena hacia una ciudad fortificada. Su nombre es la ciudad de Jerusalén, traducido como “Ciudad de Paz”. Sube a la ciudad de la tierra para abrir las puertas de la Jerusalén del Cielo. Continua Zacarías: “Suprimirá los carros de Efraín y los caballos de Jerusalén, romperá el arco guerrero y proclamará la paz a los pueblos” (Zac 9, 10). Resuena el salmo 122: “¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor! Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén. Jerusalén está fundada como ciudad bien compacta (…). Desead la paz a Jerusalén: vivan seguros los que te aman, haya paz dentro de tus muros (…).” Toda la ciudad grita por la paz, sale al encuentro para que se cumpla el profético canto.
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Pero Jesús sabe que este precio es el del Cordero. A Jerusalén se le representa como el centro de la tierra (ya hablaremos en otro artículo de esto). Por lo tanto es hacia donde confluyen todos los habitantes de la tierra y reyes salen a su encuentro. Jerusalén, hacia la que caminarán todos los pueblos; donde todos los pueblos se reunirán; donde “todos han nacido en ella” (Sal 87, 5) Cristo se sienta en el pollino como en un trono. Jesús es el único que nos mira y su semblante es muy serio. La alegría que le muestran aquellos que le saludan es externa y aparente, porque Cristo sabe que será traicionado, y sabe que entrega la vida libremente, es consciente de lo que ocurrirá subiendo a Jerusalén.


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Con su mano bendice del modo tradicional, indicando que Él es uno de la Trinidad, y que en el misterio de su persona está revelación de Dios y la vocación del hombre. Sube cumpliendo la voluntad del Padre, con el impulso del Amor del Espíritu Santo. Toda imagen de Cristo es trinitaria. En la otra mano porta el rollo de las Escrituras, haciendo alusión a que el es el Verbo, y de Él hablaron los profetas.


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El asno no era de su propiedad, y no había sido montado todavía. El pollino es blanco, signo de la transformación y la victoria en la resurrección. Es el animal de un rey pacífico, manso y humilde. Un rey pobre, portador de paz. Nos muestra sus pies porque podemos escuchar: “Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia la salvación, que dice a Sión: Ya reina tu Dios!” (Is 52, 7).


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La comitiva que acompaña a Jesús vuelve a ser doble. A su derecha el grupo de los discípulos, encabezados por Pedro y Tomás que le señalan, con sus caras de asombro e incertidumbre y, a la izquierda, aquellos que salen a su encuentro desde la ciudad. El monte de los olivos es testigo de la escena. Es muy significativo que aparezca este monte, ya que nos da algunas referencias. La primera, que durante estos días se reunirá con sus discípulos allí. También el día del prendimiento lo veremos orando al Padre. Esto subraya, a su vez, dos cosas: la transformación de los discípulos, que tendrán que comprender cuál es el misterio de la pasión y resurrección del Maestro, y la conciencia plena y libre de Cristo en el momento representado. Y la segunda, que nosotros, cuando contemplamos el icono de la entrada de Jesús en Jerusalén, debemos tener en mente que este tiempo se nos ofrece para hacer lo mismo. Debemos comprender qué significa entregar la vida libremente para ser discípulos. El rostro de miedo de los discípulos debe ser transformado tras todos los misterios del triduo pascual.
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Los ramos de palmera, signo de victoria, se convertirán en signo del Mártir. La palabra hosanna significa “¡Sálvanos Señor!”. Y nos salvará cumpliéndose en él todo hasta la consumación del amor. Pero no todos dicen hosanna. Otros miran a los discípulos y les mandan callar; pero si callan estos gritarán las piedras, porque no sólo aclaman los hombres, sino que “toda la creación está expectante la manifestación del los hijos de Dios”.
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Los niños son ajenos al estupor y el odio, son testigos de la honradez y la pureza. Son los que están más cerca de Jesús. Nos recuerdan que debemos acercarnos a estos misterios como los niños, para comprender quien es Dios. “Dejad que los niños se acerquen a mí”. En ambas tradiciones esta fiesta se ha dedicado a la infancia. En algunos iconos aparece el ciego soltando su manto y dirigiéndose a Jesús. Nos recuerda que Jesús fue haciendo el bien.
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En el centro de la escena aparece el árbol. Signo de la reapertura de las puertas del Paraíso, de la Nueva Jerusalén. Lo más próximo a Jesús es este árbol. Hace alusión a la pasión. Es el árbol de la Cruz. Además es el árbol del que se cortan ramas para aclamarle, signo de la victoria de su entrega. Nos recuerda a los cristianos que nuestra palma de victoria reside en este Árbol, la Cruz, y que “hemos de gloriarnos de la Cruz de Cristo.
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Como signo de su resurrección, tras la entrega, a parece la ciudad. En el centro de ella se halla una iglesia, que es la Iglesia del Santo Sepulcro. “Destruid este templo y yo lo levantaré en tres días”. El verdadero templo es su carne. La verdadera oración, su entrega por nosotros.
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La Jerusalén celestial edifica la “ciudad de la paz”, que es la Iglesia llamada al cielo. Ciudad construida con piedras vivas. Alimentadas en los sacramentos; educada en los misterios celebrados de la liturgia, signo vivo y eficaz del triunfo de Cristo.
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¡Portones, alzad los dinteles! ¡Qué se alcen las antiguas compuertas! Va a entrar el Rey de la gloria”.
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Daniel Rodríguez Diego