"La Fiesta de la Presentación del Señor en el Templo" en la Tradición Siro-Occidental.

Dichoso el sacerdote que hoy ofrece al Padre el Hijo del Padre

La tradición litúrgica siro-occidental celebra como gran fiesta el cuadragésimo día después del nacimiento de Cristo, a partir del Evangelo de Lucas (2, 22-40). Ya Egeria, en la segunda mitad del siglo IV, nos habla de esta celebración en Jerusalén, presso la basílica de la Resurrección y la parangona casi a la Pascua: cum summa laetitia ac si per Pascha. En los siglos V y VI la fiesta se celebra en Alejandria, Antioquía y Costantinopla y a finales del VII es introducida en Roma por el Papa Sergio I.

En todas las liturgias cristianas la fiesta del 2 de febrero es un anuncio evidente de la Pascua. En la tradición siro-occidental el Ingreso de Jesús en el templo se celebra en un contexto de prefiguración pascual y es puesto en paralelo con su descenso a los infiernos. Una de las primeras oraciones de las vísperas dice: "Para salvar a los hombres hechos del polvo, he aquí que Dios desciende hasta el Sheol; concede a los prisioneros la salvación y la libertad, a los ciegos la vista, y a los mudos la voz para cantar: eres bendito Señor, Omnipotente Dios de nuestros padres".

Diversos textos del oficio vespertino leen alegóricamente el mismo texto evangélico: "Tú que aceptas los sacrificios y llevas a cumplimiento los misterios, Tú que, según la Ley, has presentado un par de tórtolas. Y he aquí que el anciano Simeón sabe que Tú eres el Señor de los dos Testamentos, del Antiguo y del Nuevo". Simeón es comparado, en el acoger y tener en brazos al niño, a los ángeles en torno al trono de Dios: "Simeón fue un querubín espiritual y también un serafín; en sus brazos, como alas, tiene al Señor de los serafines y pide a un niño, como si fuese un rey, su liberación".

Los Himnos de san Efrén cantados en el oficio de la noche subrayan los diversos aspectos de la teología de la fiesta. Simeón es presentado al mismo tiempo como oferente y ofrenda, título que la liturgia bizantina después dará directamente a Cristo: "Por amor de Él llega a ser grande el viejo Simeón, hasta el punto de poder ofrecer él, un mortal, a Aquél que vivifica todo. Con la fuerza que le viene de Él Simeón lo puede portar; él mismo, que lo ofrecía, era por Él ofrecido".

Efrén presenta a Simeón y Ana como dos abuelos que cantan nanas al niño. En una estrofa se retoma el tema del descenso a los infiernos y la conexión con la Pascua: "En el templo santo Simeón lo portaba cantándole una nana: Has venido, oh clemente, Tú que tienes clemencia de mi vejez y haces entrar mis huesos en paz en el Sheol. Gracias a Tí resucitaré del sepulcro al paraiso". Como Adán Simeón será introducido por el Señor en el paraiso.


Para Ana una de las estrofas utiliza imágenes fuertemente sacramentales a la hora de describir su encuentro con el niño: "Lo abrazó Ana, y puso su propia boca sobre sus labios. Y el Espíritu se posó sobre sus labios, como ocurrió con Isaías: muda era su boca, pero el carbón ardiente aproximado a sus labios abrió su boca.

Ana es casi comparada a la Iglesia y a los cristianos que reciben los Santos Dones. De hecho, la tradición litúrgica siro-occidental llama "brasas" y "carbones ardientes" el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la celebración eucarística. La otra estrofa presenta a Ana que contempla en el niño al Hijo de Dios que se ha hecho pequeño: "Hervía Ana del Espíritu por su boca y le cantó una nana: Oh hijo de condición real, oh hijo de condición vil, en silencio escuchas, invisible ves, escondido entiendes, Dios hijo del hombre sea la gloria a tu nombre, en silencio escuchas, invisible ves, escondido comprendes, Dios hijo del hombre sea gloria a tu nombre".

Y Simeón, tocando al niño, es purificado y santificado: "Dichoso el sacerdote que, en el santuario, ha ofrecido al Padre el Hijo del Padre; fruto escogido de nuestro árbol, incluso proveniendo enteramente de la divina majestad. Dichosas las manos, santificadas de haberlo portado, y sus canas, rejuvenecidas de haberlo abrazado. En el templo el Espíritu esperaba con ardor su entrada y cuando fue crucificado salió, rasgando el velo".

El icono de la fiesta destaca el encuentro de Dios con el hombre, manifiesta el misterio de la Encarnación y prefigura la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Llegando a ser el anuncio del otro gran encuentro, cuando el hombre nuevo, Cristo, desciende al Hades para anunciar a Adán su salvación y su resurrección.
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(Publicado por Manuel Nin en l'Osservatore Romano el 1-2 de Febrero de 2010;
traducción del original italiano: Salvador Aguilera López)