La Anáfora de Santiago, hermano del Señor.

"Enmudezca toda carne humana "

El 23 de Octubre, en la Tradición Bizantina, se celebra la memoria de Santiago, hermano del Señor, primer Obispo de Jerusalén. En el Pontificio Colegio Griego de Roma, el Domingo más cercano a esta fecha se celebra, desde hace algunos decenios, la Divina Liturgia con una anáfora que la Tradición Bizantina ha dejado caer prácticamente en desuso y que, por el contrario, se usa frecuentemente en la Tradición Siro-Occidental, junto a la Anáfora de los Doce Apóstoles.

La Anáfora de Santiago se encuentra en diversas versiones lingüísticas pero especialmente en griego y siríaco, que a su vez sería la traducción de un texto griego más simple y arcaico que el actual. En ambos casos la atribución a Santiago, hermano del Señor, es unánime. También encontramos otras versiones: georgiana, armenia y etiópica, esto demuestra la importancia que este texto tuvo, al menos durante el primer milenio.

Está claro que se trata de una Liturgia que proviene de Jerusalén, ya que hay numerosas menciones a personajes veterotestamentarios (Abel, Noé, Abraham, Zacarías), a los Santos Lugares, a la Jerusalén celeste; con la entrada al Sancta Sanctorum, la procesión del pequeño ingreso con el Evangeliario y la Cruz, las diversas oraciones (inspiradas en el salmo 140) de bendición del incienso.
En el caso de la datación hay diversas hipótesis que la colocan entre finales del siglo III hasta el siglo VI-VII. Seguramente fue elaborado en diferentes etapas, pero ya estaba casi completo a finales del IV.

La Anáfora de Santiago es teológicamente muy diversa de la de San Juan Crisóstomo o San Basilio, y se trata claramente de una Liturgia de tipo antioqueno. En la praxis constantinopolitana la anáfora no está en uso, ahora solamente se celebra el 23 de Octubre en Jerusalén, en las islas de Zante y Chipre, y en Roma, en la Iglesisa de San Atanasio, un Domingo cercano a este día.

La estructura de la celebración es un poco diversa de la habitual en la tradición bizantina y prevé, al menos para la Liturgia de los Catecúmenos, que sea celebrada en el Bema, es decir, en el espacio que hay en el centro de la nave de la Iglesia (en las iglesias siríacas es un espacio cerrado por una cancela) donde se coloca un ambón para el Evangeliario y una mesa pequeña para la Cruz; en torno al Evangeliario y la Cruz se disponen el Sacerdote con el Diácono y los Sacerdotes Concelebrantes, y allí se desarrolla la Liturgia de la Palabra. La Liturgia Eucarística, a continuación, será celebrada en el Santuario.
En la estructura merece la pena destacar algunos elementos: ante todo, el Inicio de la Liturgia, sin las tres antífonas de la Liturgia de san Juan Crisóstomo, hecho que contiene esta Liturgia junto a la tradición siríaca y que indica una notable arcaicidad.
En las diversas letanías hechas por el Diácono vuelto hacia el pueblo, en la última petición (Haciendo memoria de la Todasanta, Inmaculada) se añade siempre: Juan Bautista, los Profetas, Apóstoles, Mártires, y en una de ellas también a Moisés, Aarón, Elías, Eliseo, Samuel, David, Daniel. Las Lecturas se hacen en el Bema, el lugar central donde es proclamada la Palabra y donde es comentada.

El himno “Enmudezca toda carne humana” se canta en lugar del Himno Querúbico de la Anáfora de San Juan Crisóstomo; este mismo himno se canta el Sábado Santo en la Liturgia de San Basilio. Por último, el intercambio de la paz después del Credo, que en la Liturgia de San Juan Crisóstomo se mantiene sólo entre el clero. La Anáfora de Santiago se encuadrada, como otras Anáforas cristianas, entre dos grandes movimientos de alabanza a Dios al inicio: “Verdaderamente es cosa buena y justa, conveniente y deber, alabar, celebrar, adorar, glorificar y rendirte gracias a Tí, creador de las cosas visibles e invisibles”; y al final la conclusión del Sacerdote: “Por la gracia, la misericordia y el amor hacia los hombres de tu Hijo, con el cual seas bendito y glorificado juntamente con tu bondadoso y vivificante Espíritu”. Es decir, el movimiento que va de la obra de la creación de Dios a su obra de santificación, obrada por Cristo a través del Espíritu; de la creación a la redención, a la santificación.

En la Anáfora de Santiago no hay, como en otras Anáforas, la enumeración de toda una serie de atributos apofáticos de Dios (invisible, incomprensible, inconmensurable) pero en la introducción encontramos una de tres títulos: “Creador de todas las cosas, tesoro de los bienes, fuente de vida e inmortalidad”, y un poco más adelante los llamados a esta alabanza: los cielos, el sol, la luna, la tierra, el mar, la Jerusalén celeste, la Iglesia de los primogénitos, los justos, los profetas, los mártires, los apóstoles, los querubines, los serafines. En otras palabras, es toda la Creación y toda la Iglesia, las que son llamadas a la alabanza de Dios.

Antes de la Narración de la Institución de la Eucaristía y de la Epíclesis, la Anáfora de Santiago narra la Historia de la Salvación; destacamos una serie de verbos que la marcan: “has tenido compasión, has creado al hombre; él cayó, pero no lo has despreciado, no lo has abandonado, sino corregido, llamado, guiado”.
Y al final de la Narración se proclama el misterio central de la fe cristiana: “Finalmente has enviado al mundo a tu propio Hijo unigénito, nuestro Señor Jesucristo, para que Él con su venida renovase y resucitase tu imagen”. La venida de Cristo renueva la imagen de Dios en el hombre; en esta frase se encuentra la doctrina sobre la salvación de los Padres de la Iglesia, de Ignacio de Antioquía a Ireneo, de Orígenes a Atanasio y Ambrosio. Es importante subrayar esta centralidad del destino del hombre en la providencia de Dios, en la línea del mismo Cirilo de Jerusalén en sus Catequesis: “Todas las criaturas son bellas, pero sólo hay una a imagen de Dios y ésta es el hombre. El sol fue creado por una orden; el hombre, sin embargo, fue creado por las manos de Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”.

La Anáfora de Santiago evidencia un aspecto importante: la imagen de Dios maltratada por el hombre es renovada, es decir, recreada, por Cristo. Esta nueva creación llega en su Encarnación y en la Anáfora dice que Cristo “descendió, se encarnó y vivió, ha dispuesto todo”. En la Epíclesis, el don del Espíritu es invocado para que descienda sobre los fieles y sobre los dones presentados: “Manda sobre nosotros y sobre estos dones que te presentamos tu Espíritu Santísimo”. El texto es una formulación trinitaria que parece conocer ya la fórmula de Concilio de Constantinopla del año 381: “Señor y vivificante, consustancial, comparte tu eternidad”.

Además, más adelante, la Anáfora menciona algunos pasajes de la Escritura de descenso del Espíritu Santo, relacionados con el ambiente jerosolimitano: “descendió en forma de Paloma en el Jordán, sobre los santos Apóstoles en la cámara alta de la santa y gloriosa Sión”.
Además la Epíclesis pide como fruto de la santificación del Espíritu que los dones lleguen a ser Cuerpo y Sangre de Cristo y que la Iglesia sea santificada y permanezca estable sobre la roca de la fe. La acción del Espíritu, en esta Anáfora, está estrechamente unida a su acción a lo largo de toda la historia de la salvación; él “ha hablado en la Ley, en los Profetas y en la Nueva Alianza”. Siendo el texto de origen jerosolimitano, es importante subrayar el enlace entre el mismo Espíritu que habla en la antigua y nueva Alianza: aquel Espíritu que habla en la Ley, en los profetas, en la nueva Alianza, desciende sobre Cristo, sobre los Apóstoles, sobre los Santos Dones presentados (podríamos añadir todos los demás sacramentos: agua bautismal, santo crisma).

La Epíclesis tiene también una clara dimensión eclesiológica, que se verá subrayada de nuevo en la gran plegaria de intercesión al final de la Anáfora, la cual tiene todavía acentos claramente jerosolimitanos: “para sostener a tu Iglesia católica y apostólica que has establecido sobre la roca de la fe. Te ofrecemos este sacrificio por tu santa y gloriosa Jerusalén, madre de todas las Iglesias. Acuérdate de esta tu santa ciudad. Acuérdate de todos los cristianos que han ido o se encuentran en los lugares santos de Cristo”. Los frutos del descendimiento del Espíritu son, por tanto, la santificación de los dones y, por medio de ellos, la santificación de la Iglesia.

La comunión con el Cuerpo de Cristo y su sangre porta a la comunidad, a la Iglesia, a la plenitud de la fuerza del Espíritu. Este Espíritu invocado sobre la comunidad le viene dado a través de la comunión de los Santos Dones; el Espíritu construye el cuerpo eclesial de Cristo por medio de la santificación, de la divinización de aquellos que comulgan. Ya san Efrén tiene un bellísimo texto en esta misma línea: “En tu pan se esconde el Espíritu que no puede ser consumido; en tu vino está el fuego que no se puede beber. El Espíritu en tu pan, el fuego en tu vino; he aquí una maravilla acogida por nuestros labios. El serafín no podía acercar las brasas a sus dedos, sino que se las acercó a la boca de Isaías; ni los dedos lo han tomado ni los labios lo han comido; pero el Señor nos ha concedido hacer ambas cosas. El fuego desciende con ira para destruir a los pecadores, pero el fuego de la gracia desciende sobre el pan y permanece intacto. En lugar del fuego que destruye al hombre, hemos comido el fuego en el pan y hemos sido vivificados”.

Durante la letanía antes del Padre nuestro, el Sacerdote, en silencio, hace una oración en la cual pide la purificación de las almas y de los cuerpos y hace un elenco de vicios que deben ser purificados, que recuerda muchísimo a aquellos que se encuentran en los textos de origen monástico (reglas, cartas y amonestaciones): “aleja de nosotros la envidia, la arrogancia, la hipocresía, la mentira, la astucia, los deseos mundanos, la vanagloria, la ira, el recuerdo de las ofensas”.

La Liturgia de Santiago refleja, entonces, tres aspectos importantes: la centralidad de la alabanza a Dios por parte de toda la creación y de toda la Iglesia; la restauración (recreación) de la imagen de Dios en el hombre por medio de la obra de Cristo; la acción santificadora del Espíritu en la historia de la salvación, sobre los dones, sobre los creyentes.

Celebrar la Liturgia de Santiago, al menos una vez al año, ¿es simplemente hacer arqueología litúrgica?. O, ¿quizás es revindicar el patrimonio litúrgico jerosolimitano frente al influjo a nivel litúrgico que Constantinopla tuvo sobre los otros patriarcados? No, no es solamente celebrar la Anáfora de Santiago, como todas las demás Anáforas cristianas, es celebrar el misterio de la muerte y resurrección del Señor; pero sobretodo, celebrar con una Anáfora que pone de manifiesto aspectos teológicos, eclesiológicos, litúrgicos y también arquitectónicos, un poco diversos de aquellos a los cuales estamos habituados en la tradición bizantina, y sobretodo es celebrar con una anáfora que hace presente la comunión con la Iglesia de Jerusalén, madre de todas las Iglesias cristianas.

Caminando de potencia en potencia y celebrando la Divina Liturgia en tu templo, te rogamos, llegar a ser dignos del perfecto amor de los hombres (así dice la oración de despedida de la Anáfora de Santiago). Endereza nuestro sendero, fortalecidos con tu temor. Ten piedad de todos y hazlos dignos de tu Reino celeste por Cristo Jesús Señor nuestro”.

(Autor: Padre Manuel Nin, OSB, Rector del Pontificio Colegio Griego de Roma; texto original italiano traducido por Salvador Aguilera López tomado de la página web http://collegiogreco.blogspot.com/ y publicado en el Osservatore Romano el 23 de Octubre de 2009; además con permiso del autor)