El destierro del aleluya.


En vistas al inicio de la cuaresma quisiera rescatar algunas peculiares tradiciones gestadas a la sombra de los monasterios y de las escuelas catedralicias en época medieval. Hasta la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II el sábado anterior al domingo de septuagésima (domingo que junto con otros dos preparaba para la cuaresma), al finalizar las vísperas el cantor añadía a la habitual “benedicamus Domino” dos aleluyas que la asamblea repetía doblemente con el “Deo gratias”. Esta era la despedida litúrgica que se le hacía al aleluya. Paralelamente e inspirado en este momento litúrgico se realizaba una despedida del aleluya dramatizada, y que en muchos casos tenía como protagonista a los niños. Esto pone de manifiesto el peso e influencia de la liturgia en la cotidianidad de la vida cristiana. Los ritos de despedida que se hacían al aleluya eran casi como la despedida de alguien conocido se personificaba al aleluya como un personaje de la liturgia. Hasta el punto de componerse un oficio aleluyático, con antífonas, himnos y prosa donde se le auguraba un buen y feliz viaje del aleluya hasta la Pascua. Transcribo aquí un texto de la liturgia hispano-mozarábica que decía: “ ¿te vas aleluya? Pues que tengas buen viaje y vengas contento a visitarnos. Aleluya, los ángeles te llevarán en sus brazos para que no tropiece tu pié y vuelvas de nuevo a visitarnos. Pero la cosa no quedaba con la despedida, se llegó a hacer el entierro del aleluya, se le daba sepultura como si de un cadáver se tratara esperando su resurrección en el día de Pascua. El ordo de la Iglesia de Toul (S. XV) presenta esta curiosa ceremonia: “ el sábado de septuagésima a la hora de nona acudan los niños trajeados de fiesta a la gran sacristía y allí organicen el entierro del aleluya. Terminado el último “Benedicamus” desfilen en procesión con cruces, ciriales, agua bendita e incienso, atraviesen el coro, diríjanse al claustro profiriendo ayes y voces plañideras hasta llegar al lugar donde ha de efectuarse la sepultura. Una vez allí rocíelo uno de ellos con agua bendita y después de incensarlo vuélvase por el mismo camino.”
Alguna otra tradición ponía en manos de los monaguillos la misión de dar muerte al aleluya. Hacia un muñeco revestido y con un gran letrero que decía : Aleluya confluían las rabias infantiles que llegaban hasta apalear el muñeco del Aleluya hasta destrozarlo. Lo aquí narrado puede parecer para nosotros algo inusitado y paradójico y hasta motivo de risa, pero hay que comprender que cuando surgen estas dramatizaciones la gente vivía al ritmo que marcaba el año litúrgico y las licencias que la iglesia concedía para la representación de estas parodias, estaban relacionadas, como no podía ser de otro modo, con los elementos litúrgicos, por otro lado, tan conocidos.

Manuel Flaker