Este verbo, en liturgia, es uno de los gestos eucarísticos más significativos, que junto con el comer el pan, conforman la comunión en el Cuerpo y Sangre de Cristo. Él se ofrece como alimento y bebida para el camino. Además, nos prepara para el futuro ya que el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día (Jn6,54).
Es muy expresivo el que los fieles también comulguen con el cáliz. El Concilio tuvo dificultades para restaurar la comunión de los laicos en el cáliz. Los protestantes en el s. XVI afirmaron la necesidad absoluta de comulgar bajo el vino también para la legitimación de la celebración; Trento, ante esta afirmación definió dogmáticamente que la comunión de los laicos con el solo pan era suficiente para una comunión válida (dejando de lado la expresividad y significatividad). Por todo esto, el Vaticano II dudó en reincorporar este venerable modo, pero lo introdujo muy limitada y tímidamente (SC55).
Con el paso del tiempo se ha ido ampliando cada vez más esta manera. La Tercera Edición del Misal, en su normativa, admite la comunión también con el cáliz casi sin límites: “Se concede incluso al Obispo la facultad de permitir la Comunión bajo las dos especies cuantas veces le parezca oportuno al sacerdote, como pastor propio que le ha sido encomendada la comunidad”.
La comunión bajo las dos especies es muy recomendable y se debe promover. En las ediciones anteriores del Misal se enumeraban hasta catorce situaciones en las que se puede comulgar por el cáliz. Sin embargo, la Tercera Edición dice que la comunión con el Vino es la manera normal de participar en la Eucaristía. Además, hay dos modelos para hacerlo: comulgar por intinción (mojando el pan en el vino) o bebiendo del cáliz; éste último, es el más significativo según las directrices del Episcopado Español en documento publicado en 1971.
Adolfo Lucas Maqueda
Publicado en Liturgia y Espiritualidad.