VIII Domingo de Cotidiano.

Profecía: Is 49, 1-6
Psallendum: Sal 19, 5. 7. 3
Apóstol: Rm 16, 17-20
Evangelio: Mc 5, 21-34

La Liturgia de la palabra de este domingo es un canto a la confianza en Dios. Ante las dudas del profeta el psallendum responde: cumpla el Señor tus proyectos. En la profecía de Isaías descubrimos que en nuestra misión de reunir a Israel –esto es, a los elegidos de Dios– es Él quien nos protege y guía. En la misión de establecer el Reino de Dios entre los hombres nos sabemos precedidos por la disposición divina, puesto que Él mismo nos llamó desde el seno materno, pronunciando nuestro nombre.

En el evangelio esa confianza en Dios se refleja en el episodio de la mujer que padecía flujos de sangre. La selección de perícopas de este domingo excluye el desenlace de la curación de la hija de Jairo, dándonos a entender que la instauración del Reino –aquí por la curación de los enfermos– no es un cálculo matemático donde los resultados están previstos de antemano, sino que está abierto a una mayor realización. La fe de la hemorroísa fue la causa de su curación. La «fuerza» que sale de Jesús nos muestra cómo Él es el ungido de Dios, que su humanidad es puente entre su divinidad y la creación, entre su ser divino y la humanidad débil y enferma. El vestido, que es prolongación del cuerpo del que lo lleva –por eso dice Jesús que alguien le ha tocado a él, no a su vestido–, es el objeto de la gran confianza que tiene la mujer en el poder de Jesús. Lleno del Espíritu de Dios, la fuerza y el poder de Cristo no tiene fronteras, sólo exige la fe en Dios y en su omnipotencia. La curación corporal incluye así la curación espiritual, por eso con el canto de laudes de hoy decimos: salva a tu pueblo.

La parénesis de san Pablo a los Romanos que hemos escuchado revela otro aspecto de la instauración del Reino: el Dios de la paz no tardará en aplastar a Satanás bajo vuestros pies. La confusión doctrinal por los que crean disensiones y escándalos opuestos a la doctrina son asociados por el Apóstol con la acción de Satanás, padre de la mentira. La verdad de Dios que nos trajo Cristo es un bien preciado que nos aleja de las tinieblas, de la idolatría, de la acomodación al mundo. En esta lectura del apóstol la derrota definitiva de Satanás no se centra, como suele ser habitual, en destruir su poder de tentar al hombre o de producir males, morales o físicos. El padre de la mentira no quiere que se reconozca al Dios Trino con fe viva, por eso se aprovecha de la confianza natural que tenemos en Dios para desfigurar su rostro. La única solución que tenemos es estar en guardia y evitar a esos que crean disensiones. La conducta que propone san Pablo es la que ha realizado, con mayor o menor acierto sin duda, pero con empeño, la Iglesia a través de los siglos. Pero no compete sólo a la jerarquía eclesiástica sino a todo miembro de la Católica.


Adolfo Ivorra

Comentario publicado en Liturgia y Espiritualidad (2010).