La Liturgia en san Isidoro de Sevilla (III)


Sacramento espiritual y celeste

San Isidoro de Sevilla dedica un capítulo de su obra De Ecclesiasticis Officiis a «El Sacrificio» (libro I, capítulo XVIII).
Comienza señalando que este sacrificio «que los cristianos ofrecen a Dios fue instituido por Cristo» en la última cena, tal como leemos en el Evangelio según san Mateo (Mt 26, 26). Este sacramento fue confiado por Jesús a los apóstoles antes de ser entregado (qui pridie quam pateretur); señalando así un nexo intrínseco entre Pasión y Eucaristía.
Continúa el Santo Doctor diciendo que, este sacramento, lo encontrábamos ya de alguna manera en la ofrenda de pan y vino de Melquisedec (cf. Gén 14,18). Hace una lectura tipológica al decir que el rey de Salem expresó en imagen el misterio de este sacrificio y, además, anticipaba a Jesucristo, Sacerdote eterno (cf. Sal 109,4).
Al precepto de la celebración eucarística y del ayuno dedicará los siguientes números. Dice nuestro Santo que «celebrar este sacrificio es un precepto para los cristianos»; y se lleva a cumplimiento haciendo lo mismo que Cristo hizo y ofreciéndolo al atardecer del día. Señala que en aquella ocasión los apóstoles no estaban en ayunas «porque era necesario que primero cumplieran con lo que tipificaba la pascua antigua y así pasaran a la novedad del verdadero sacramento de la pascua».
Sin embargo, subraya Isidoro: los apóstoles enseñaron que era del agrado del Espíritu Santo que «el primer alimento que debía entrar en la boca del cristiano era el cuerpo del Señor» y, por eso, «ésta es la costumbre que se observa en todo el orbe». El pan es el cuerpo de Cristo y el vino es su sangre; el primero llena de firmeza el cuerpo y la segunda actúa en el interior de éste.
Al hablar de la materia eucarística, es decir, del pan y del vino, dice que son visibles pero que, al ser santificada por el Espíritu, pasa a ser «sacramento del divino cuerpo». Continúa nuestro Santo Doctor citando a san Cipriano que comenta el simbolismo de la unión del agua y el vino en el cáliz: «el pueblo se une con Cristo, el pueblo de los creyentes se asocia y se une con aquel en quien creyó».
El Obispo de Cartago indica que esta conmixtión no puede sufrir separación, del mismo modo que la Iglesia tampoco se puede separar del mismo Cristo; con esta unión inseparable del agua y del vino se realiza el «sacramento espiritual y celeste». Se añade el simbolismo de los granos que se reúnen para que, una vez molidos y mezclados, formen un solo pan, signo de unidad; lo mismo sucede entre Cristo, pan celestial, que constituye un solo cuerpo al cual hemos de unirnos nosotros su Iglesia.
Sobre la frecuencia de la comunión eucarística dice: «salvo que exista el impedimento de algún pecado, la Eucaristía debe recibirse cada día». Llama la atención la invitación a la comunión diaria, y lo hace basándose en la oración dominical: Panem nostrum quotidianum da nobis hodie (cf. libro 1, capítulo XV); además, subraya que ha de ser recibida «con religiosa devoción y humildad y sin presumir de santidad ni de presuntuosa soberbia».
San Isidoro hace la invitación a comulgar salvo si el pecado lo impide; además, si el pecado es muy grave invita a hacer penitencia y, tras «esta saludable medicina», acercarse a recibir la comunión. Si los pecados no son graves, dice él mismo, no se abstengan de «la medicina del Señor», ya que tienen vida los que se acercan al cuerpo de Cristo; por eso, «quien dejó ya de pecar, no deje de comulgar».
Citando el pasaje en el que el sacerdote Ajimélec no quiso dar los panes de la proposición a David y los suyos sin saber antes si estaban limpios de haber estado con mujeres (cf. 1Sam 21,5-7), el Obispo Hispalense invita a los cónyuges a abstenerse de relaciones sexuales y a dedicar muchos días a la oración a fin de acercarse a recibir el cuerpo de Cristo.
Sirviéndose del símbolo de los panes de la proposición, apenas mencionados, el autor señala que éstos son la imagen y el cuerpo de Cristo es la verdad; por eso, «deben escogerse determinados días en los que el hombre dará la primacía a vivir en continencia, para que pueda, así, acceder dignamente a tan gran sacramento».
Dedicará la última parte de este capítulo al sufragio por el eterno descanso de los fieles difuntos: ofrecer el sacrificio o rezar por ellos, «es una tradición recibida de los mismos apóstoles, ya que su práctica es observada en el orbe entero». Continúa diciendo que ofrecer el sacrificio o dar limosnas con esta finalidad es para que los pecados les sean perdonados y, citando al mismo san Agustín, reciban alivio «gracias a la piedad de los suyos que aún están en vida».
Más adelante especificará cómo se aplican los sufragios a los buenos, a los no muy malos y a los muy malos. Para los primeros, éstos se convierten en acciones de gracias; para los segundos, en expiaciones; para los terceros, «no dejan de hacer que los que viven gocen de cierto consuelo». Termina señalando que aquellos a quienes les sirven de provecho, lo son para su pleno perdón o para que la misma condena les resulte más tolerable.
Salvador Aguilera López

Nota: para la versión española del De Ecclesiasticis Officiis hemos hecho uso de la traducción publicada por el Centro de Pastoral Litúrgica en Los Oficios Eclesiásticos. San Isidoro. Cuadernos Phase 200, Barcelona 2011, pp. 30-34.