Sacramento espiritual y celeste
San Isidoro de
Sevilla dedica un capítulo de su obra De
Ecclesiasticis Officiis a «El Sacrificio» (libro I, capítulo XVIII).
Comienza
señalando que este sacrificio «que los cristianos ofrecen a Dios fue instituido
por Cristo» en la última cena, tal como leemos en el Evangelio según san Mateo (Mt 26, 26). Este sacramento fue confiado
por Jesús a los apóstoles antes de ser entregado (qui pridie quam pateretur); señalando así un nexo intrínseco entre Pasión
y Eucaristía.
Continúa el
Santo Doctor diciendo que, este sacramento, lo encontrábamos ya de alguna
manera en la ofrenda de pan y vino de Melquisedec (cf. Gén 14,18). Hace una lectura tipológica al decir que el rey de Salem
expresó en imagen el misterio de este sacrificio y, además, anticipaba a
Jesucristo, Sacerdote eterno (cf. Sal
109,4).
Al precepto de
la celebración eucarística y del ayuno dedicará los siguientes números. Dice
nuestro Santo que «celebrar este sacrificio es un precepto para los
cristianos»; y se lleva a cumplimiento haciendo lo mismo que Cristo hizo y
ofreciéndolo al atardecer del día. Señala que en aquella ocasión los apóstoles
no estaban en ayunas «porque era necesario que primero cumplieran con lo que
tipificaba la pascua antigua y así pasaran a la novedad del verdadero
sacramento de la pascua».
Sin embargo, subraya
Isidoro: los apóstoles enseñaron que era del agrado del Espíritu Santo que «el
primer alimento que debía entrar en la boca del cristiano era el cuerpo del
Señor» y, por eso, «ésta es la costumbre que se observa en todo el orbe». El
pan es el cuerpo de Cristo y el vino es su sangre; el primero llena de firmeza
el cuerpo y la segunda actúa en el interior de éste.
Al hablar de
la materia eucarística, es decir, del pan y del vino, dice que son visibles
pero que, al ser santificada por el Espíritu, pasa a ser «sacramento del divino
cuerpo». Continúa nuestro Santo Doctor citando a san Cipriano que comenta el
simbolismo de la unión del agua y el vino en el cáliz: «el pueblo se une con
Cristo, el pueblo de los creyentes se asocia y se une con aquel en quien creyó».
El Obispo de
Cartago indica que esta conmixtión no puede sufrir separación, del mismo modo
que la Iglesia tampoco se puede separar del mismo Cristo; con esta unión inseparable
del agua y del vino se realiza el «sacramento espiritual y celeste». Se añade
el simbolismo de los granos que se reúnen para que, una vez molidos y
mezclados, formen un solo pan, signo de unidad; lo mismo sucede entre Cristo,
pan celestial, que constituye un solo cuerpo al cual hemos de unirnos nosotros su
Iglesia.
Sobre la
frecuencia de la comunión eucarística dice: «salvo que exista el impedimento de
algún pecado, la Eucaristía debe recibirse cada día». Llama la atención la
invitación a la comunión diaria, y lo hace basándose en la oración dominical: Panem nostrum quotidianum da nobis hodie
(cf. libro 1, capítulo XV); además, subraya que ha de ser recibida «con
religiosa devoción y humildad y sin presumir de santidad ni de presuntuosa
soberbia».
San Isidoro
hace la invitación a comulgar salvo si el pecado lo impide; además, si el
pecado es muy grave invita a hacer penitencia y, tras «esta saludable medicina»,
acercarse a recibir la comunión. Si los pecados no son graves, dice él mismo,
no se abstengan de «la medicina del Señor», ya que tienen vida los que se
acercan al cuerpo de Cristo; por eso, «quien dejó ya de pecar, no deje de
comulgar».
Citando el
pasaje en el que el sacerdote Ajimélec no quiso dar los panes de la proposición
a David y los suyos sin saber antes si estaban limpios de haber estado con
mujeres (cf. 1Sam 21,5-7), el Obispo
Hispalense invita a los cónyuges a abstenerse de relaciones sexuales y a
dedicar muchos días a la oración a fin de acercarse a recibir el cuerpo de
Cristo.
Sirviéndose
del símbolo de los panes de la proposición, apenas mencionados, el autor señala
que éstos son la imagen y el cuerpo de Cristo es la verdad; por eso, «deben
escogerse determinados días en los que el hombre dará la primacía a vivir en
continencia, para que pueda, así, acceder dignamente a tan gran sacramento».
Dedicará la
última parte de este capítulo al sufragio por el eterno descanso de los fieles
difuntos: ofrecer el sacrificio o rezar por ellos, «es una tradición recibida
de los mismos apóstoles, ya que su práctica es observada en el orbe entero». Continúa
diciendo que ofrecer el sacrificio o dar limosnas con esta finalidad es para
que los pecados les sean perdonados y, citando al mismo san Agustín, reciban alivio
«gracias a la piedad de los suyos que aún están en vida».
Más adelante especificará
cómo se aplican los sufragios a los buenos, a los no muy malos y a los muy
malos. Para los primeros, éstos se convierten en acciones de gracias; para los
segundos, en expiaciones; para los terceros, «no dejan de hacer que los que
viven gocen de cierto consuelo». Termina señalando que aquellos a quienes les
sirven de provecho, lo son para su pleno perdón o para que la misma condena les
resulte más tolerable.
Salvador
Aguilera López
Nota: para la versión española
del De Ecclesiasticis Officiis hemos hecho
uso de la traducción publicada por el Centro de Pastoral Litúrgica en Los Oficios Eclesiásticos. San Isidoro. Cuadernos
Phase 200, Barcelona 2011, pp. 30-34.