8 de diciembre: Concepción de santa María Virgen
Profecía: Prov 8, 22-33. La Sabiduría.
Psallendum: Sal 44, 5s
Apóstol: Gal 3, 27-4, 7. La Ley y la promesa.
Evangelio: Lc 11, 27s. Dichosos los que escuchan la palabra.
La tradición visigoda solo conoció una
fiesta de María, la del 18 de diciembre. La entrada de esta fiesta en el
calendario mozárabe se sitúa en el siglo XVI, cuando el cardenal Cisneros,
franciscano defensor de la doctrina de la inmaculada concepción de María,
encarga al canónigo Ortiz la edición renovada de los libros litúrgicos
mozárabes. El actual formulario fue aprobado por la Santa Sede tras la
definición dogmática, a mediados del siglo XIX.
La presencia de esta devoción mariana hecha solemnidad
litúrgica tiene un origen privado: la devoción a la Inmaculada en los
franciscanos de rito romano, a los que pertenecía el arzobispo Cisneros, editor
del Missale Mixtum. En el siglo XIX,
con la proclamación dogmática de la inmaculada concepción de María por parte
del beato Pío IX, esta solemnidad fue provista con un formulario propio. Esta
solemnidad no debería ser la primera fiesta mariana del año litúrgico ni
tampoco la primera solemnidad de un santo, tal y como recordaba Gabriel Ramis: «en el Misal se han añadido
los formularios de la misa de la Inmaculada Concepción [...] y del Corpus
Christi [...] formularios y festividades que no fueron presentados a la
Comisión»[1].
De la misma manera que en tiempos del cardenal franciscano, este día con su
formulario fue introducido al margen de los deseos de la reforma del misal
hispano. La dificultad principal está en que esta festividad moderna puede hacer
olvidar la fiesta mariana hispano-mozárabe por antonomasia, la del 18 de
diciembre. También está el problema de la diferencia de lenguajes, pues los
tardíos textos de esta misa subrayan los dones concedidos a María en una línea
triunfalista propia de la época decimonónica.
Las lecturas del día siguen
la tradición tardo-medieval de ver en la sabiduría personificada de los Libros
sapienciales no a Cristo sino a María. Una clave de lectura puede ser el título
mariano de Sedes Sapientiae de las
letanías lauretanas que, desde el punto de vista de la historia del arte, puede
reconducir la espiritualidad de esta fiesta a la iconografía románica: el niño
Jesús sentado sobre el regazo de María. De este modo, la sabiduría que es
Cristo se encarna en María, primero en su mente y después en su carne. Así lo
veía san Agustín: «Hizo sin duda santa María la voluntad del Padre; por eso más
es para María ser discípula de Cristo que haber sido madre de Cristo. Más dicha
le aporta el haber sido discípula de Cristo que el haber sido su madre. Por eso
era María bienaventurada, pues antes de dar a luz llevó en su seno al maestro»[2]. Allí
estaría también la clave de lectura del evangelio de hoy, que corresponde al
último versículo incluido en el evangelio del día de la Asunción.
Desde la perspectiva del año litúrgico de las liturgias orientales, con
María comienzan los tiempos nuevos. Ya sea con su nacimiento o con su muerte –o
con su concepción desde el punto de vista romano moderno– se establece una
nueva realidad que subsiste en la comunidad cristiana: ya no hay “judíos” ni
“griegos”, “esclavos” o “libres”, como dice san Pablo en la segunda lectura, porque esas distinciones seculares, a veces
legítimas y a veces injustas, no tienen importancia en la Iglesia. Por el
bautismo fuimos hechos hijos adoptivos de Dios, la verdadera dignidad llamada a
ser universal, pues somos “descendencia de Abrahán, herederos según la
promesa”. Aunque el rito hispano no celebre la Natividad de María, el sentido
de esta solemnidad moderna desde la clave de lectura paulina nos permite
acercarnos a la teología mariana oriental y comprender también así la figura de
María en el contexto escatológico del Adviento mozárabe.
Adolfo Ivorra
[1]
G. Ramis, «La reforma del rito
hispano-mozárabe en el contexto del Movimiento Litúrgico», en Asociación Española de Profesores de Liturgia,
El movimiento litúrgico y la reforma
litúrgica, Barcelona 2009, 124, nota 87.
[2]
Agustín, Sermón
72/A, 7.