Flash litúrgico publicado en Liturgia y Espiritualidad 38 (2007).
Se trata de algo curioso. Así que me siento en el confesionario, los que se acercan a él –en una gran mayoría- empiezan sistemáticamente a saludarme como si yo me tratara de la Santísima Virgen, diciéndome: «¡Ave, María Purísima!». Huelga decir que no hay el más mínimo motivo para la confusión.
Además, esto no sólo le sucede a quien escribe estas líneas, y es que, con casi total seguridad, la cosa tiene sus raíces en el fervor inmaculista de nuestras tierras, cuando se divulgó, incluso para el saludo de cortesía, esta expresión, con la que se quiere ensalzar la pureza inmaculada de la Virgen Santísima, desde su Concepción.
El propósito es noble, pero debemos preguntarnos si resulta adecuado en el marco de la celebración de un sacramento. ¿Alguien se imagina empezar la misa con esta invocación? ¿O un bautismo? ¿O el rezo de vísperas? ¿Por qué, pues, el sacramento de la penitencia?
Por otra parte, buscaremos en vano alguna justificación del hecho en el ritual de la penitencia. Y no podemos olvidar que –como no nos cansaremos de repetir- los libros litúrgicos son la auténtica autoridad a la hora de celebrar litúrgicamente.
¿Cómo nos hace empezar, pues, el ritual, la reconciliación de un solo penitente? Una ojeada a los núms. 83-86 (y 157-159) del citado ritual nos sacará de dudas.
Allí se destaca que el sacerdote acoge al penitente y lo saluda con cordialidad, y que, acto seguido el penitente –y si quiere, también el sacerdote- hacen la señal de la cruz, diciendo: «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Luego, el confesor invita al penitente a confiar en Dios, con unas fórmulas establecidas en el libro, o con palabras semejantes a ellas.
Por tanto, todo nos indica que la acostumbrada jaculatoria mariana no se prevé. Y que la iniciativa de la acogida la debe tener el sacerdote, lo cual significa que no puede estar distraído, en sus rezos o lecturas, sino atento al hermano que se está acercando, para saludarlo «con cordialidad», como dice el ritual, empezando, quizás, con una sonrisa, para allanar el camino a quien viene cargado con su miseria, a fin de que sea lo más fácil posible el encuentro con la Misericordia.
Así, pues, hay que hacer un esfuerzo de información y de formación, para que todos sepan confesarse bien, y responder adecuadamente a la acogida del ministro del perdón. Y, para que la cosa no sea innecesariamente complicada, eliminemos también las «barreras arquitectónicas», y saquemos los confesionarios de los rincones oscuros, para que unos ojos fraternos se puedan encontrar, y un rostro gozoso comunicar la alegría del amor de Dios.
Jaume González Padrós