No se espante
nuestro sufrido lector. No estamos aplicando a tan noble insignia episcopal el ritmo
de la conga, popular baile cubano de origen africano. No, no van por ahí los
tiros. Intentaremos explicarnos.
No hace mucho, al
acabar una celebración eucarística presidida por un obispo que no era el diocesano,
se acerca un concelebrante, ya con cierta juventud acumulada, y pregunta a un
liturgista presente en la citada celebración: «El obispo que ha presidido tendría
que haber llevado el báculo mirando hacia dentro, ¿verdad?» A lo que el
profesor contesta con otra pregunta: «¿Por qué?» «Hombre –añade el primero– porque
no es el obispo diocesano y, por tanto, no tiene jurisdicción en esta Iglesia».
Llegadas las
cosas a este punto, el liturgista comprende de qué va la cosa, y responde como
es justo hacer: que ahora –es decir, hace ya diez mil millones de años– esta
praxis no está vigente, dado que el Ceremonial de los obispos actual (1984) no
hace distinción en este punto. Solo advierte que un obispo fuera de su diócesis
puede usar el báculo con consentimiento del obispo del lugar. Y precisa lo
siguiente: «El obispo usa el báculo con la curvatura dirigida hacia el pueblo»
(núm. 59). Sin más distingos.
Dicho esto,
parece que nuestro concelebrante observador se quedó algo perplejo, que no le
gustó esta falta de diferencia, pero aceptó la innovación y, en particular, le
agradó saber que el obispo presidente de la misa hubiese obedecido a lo
litúrgico.
E hizo muy bien.
Porque de lo que se trata –digámoslo por enésima vez– es de celebrar la
liturgia conforme a lo que disponen los libros. Y tener fe en el Señor, que da
la gracia divina a quien va a recibirla con las disposiciones necesarias.
Jaume González Padrós
[Rev. "Liturgia y Espiritualidad" 10 (2014) 663-664]