IV.
Características de la misa en rito hispano-mozárabe
A quienes
estamos acostumbrados a la celebración eucarística en rito romano, nos llaman
la atención varias peculiaridades de la misa hispano-mozárabe. Entre otras
destacamos: la sencillez, las intervenciones de la asamblea, el papel del
diácono, la riqueza eucológica, la abundancia de lecturas, el aleluya como
conclusión de la liturgia de la palabra, los dípticos, el rito de la paz, el
Credo, la fracción del pan, la bendición, la comunión bajo las dos especies.
Algunas de estas características la diferencian no sólo de la liturgia romana
sino también del resto de ritos.
Sencillez
En la misa en
el rito hispano-mozárabe, la sencillez es una característica emergente. La
supresión del rito en el siglo XI impidió que esta liturgia siguiera
evolucionando y adquiriera nuevos elementos o gestos.
En comparación
con el rito romano descubrimos cómo la misa ferial tiene un inicio sobrio: tras
el saludo de quien preside la celebración, se pasa directamente a las lecturas;
cómo no encontramos ni signación para la lectura del evangelio ni beso del
libro al finalizar el mismo; cómo la presentación de dones es una simple
colocación del pan y del vino sobre el altar; cómo, cuando se emplea incienso,
tan solo se inciensan las ofrendas y el altar, ni la cruz, ni el sacerdote ni
el pueblo reciben incienso; cómo durante el relato de la institución no se
muestra al pueblo la especie consagrada ni el sacerdote lo adora con
genuflexión, ni la asamblea se pone de rodillas…
Las
intervenciones de la asamblea
Durante la
celebración eucarística en rito hispano-mozárabe, la asamblea interviene en
numerosas ocasiones.
En varios
momentos se establece un diálogo entre el presidente y la asamblea litúrgica:
en el saludo inicial, al inicio de la illatio , después del relato de la
institución; entre el diácono y la asamblea: antes de proclamar el evangelio,
al inicio de la illatio , antes de la bendición, en la despedida; e incluso
cuando el lector anuncia el texto bíblico que va a leer, la asamblea responde
con una aclamación.
Por otra parte,
en los dípticos que recita el diácono, los fieles intercalan una respuesta
litánica. También interviene la asamblea para recitar el Credo o cantar el
Gloria, el Hagios o el Santo.
Ahora bien, la
respuesta que encontramos de modo incesante a lo largo de toda la celebración y
que caracteriza a esta liturgia, es «Amén». En las oraciones que recita o canta
el sacerdote, el pueblo responde «Amén», al igual que a la conclusión
doxológica que se añade después de cada oración. También con un «Amén» se sella
la conclusión de cada una de las lecturas de la liturgia de la palabra. «Amén»
es la respuesta de la asamblea a la s palabras sobre el pan, por un lado, y a
la s palabras sobre el vino, por otro. «Amén» es el punto final de la plegaria
eucarística. A cada una de las peticiones del Padre nuestro que es recitado por
el sacerdote, la asamblea se adhiere con un «Amén». Finalmente, el buen deseo
expresado en cada una de las tres invocaciones de la bendición, es acogido con
un «Amén».
Papel del
diácono
Al igual que en
el rito romano, en la liturgia hispano-mozárabe el diácono proclama el
evangelio, invita a los fieles a darse la paz, despide a la asamblea y ayuda al
sacerdote en todo lo referente al cáliz y al Misal. Pero además, en la misa
hispano-mozárabe, cobra un papel especial como monitor y guía de los dípticos,
pues la recitación de esta parte de la celebración se reserva al diácono.
Riqueza
eucológica
La liturgia
hispano-mozárabe es particularmente rica en textos eucológicos, esto es, en
oraciones. Prácticamente cada celebración tiene su formulario propio; en el
Misal actual tenemos más de doscientos. Esto es expresión del valor catequético
que se daba a la liturgia en la Iglesia hispánica. Éste era el medio empleado
para infundir la doctrina católica y promover una espiritualidad verdaderamente
cristiana en los fieles. Así, gracias a los textos de la misa, la teología se
presentaba no como materia sujeta a ulteriores discusiones como ocurre en
tratados, sermones u homilías, sino como iluminación de la fe, que el cristiano,
sumergido en la presencia de Dios, iba asimilando.
Lo que más
llama la atención en esta variabilidad de textos litúrgicos es que afecte
también a la plegaria eucarística donde tan solo el diálogo introductorio, el
relato de la institución y la conclusión doxológica son fijos. Pues, en el
resto de ritos la plegaria eucarística es siempre fija, e incluso en algunos
única, como ocurrió en el rito romano hasta el Misal de 1970.
La primera
parte de la plegaria eucarística, la illatio , tiene como contenido, al igual
que las plegarias eucarísticas de otros ritos, la alabanza a Dios y la acción
de gracias por la historia de la salvación, desde la creación cósmica y la
historia del pueblo de Israel hasta la redención por Cristo. Pero en el rito
hispano-mozárabe se caracteriza, sobre todo, por su desarrollo más detenido,
proclamando en ella el misterio celebrado, tanto en las fiestas y tiempos
centrados en Cristo como en las de los santos. Además constituye una importante
peculiaridad la explícita intención de dirigir la alabanza indistintamente a
Dios Padre y a Jesucristo, su Hijo; así concluye el diálogo inicial: «A Dios y
a nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, que está en el cielo, demos debidas
gracias y alabanzas». Así, al dirigir tanto al Padre como al Hijo la oración y
alabanza de la Iglesia, se afirmaba la plena divinidad de Cristo, igual al
Padre en dignidad y majestad, que era rechazada por la doctrina arriana
establecida en la península con los suevos y visigodos.
Por otra parte,
en la oración que cierra la plegaria eucarística, post pridie , se recuerda, a
veces , la muerte y resurrección de Cristo para actualizarla (anámnesis o
memorial). Así se realiza un acto de fe ante el pan y el vino ofrecidos, pues
se reconoce en ellos la realidad de la muerte de Cristo: el cuerpo destrozado y
la sangre derramada. Siguiendo la tradición oriental, incluye la invocación al
Espíritu para que transforme el pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de
Cristo, esto es, la epíclesis consecratoria, que en el rito romano se sitúa
antes del relato de la institución. A veces aparece la epíclesis con palabras
muy explícitas, nombrando al Espíritu, otras invocando al poder, la fuerza y la
santidad de Dios sobre los dones del altar, y otras pidiendo sencillamente a
Dios que se digne mirar nuestros dones. De este modo, al invocar al Espíritu
tras el relato de la institución, se pone de manifiesto que la Iglesia, después
de haber repetido lo mismo que Jesús hizo en la última cena, tiene todavía que
pedir que la virtud divina cumpla la transformación de los dones eucarísticos.
También se pide la acción de este mismo Espíritu en la asamblea (epíclesis «de
comunión»).
Finalmente
debemos señalar que en la plegaria eucarística hispana, la bendición y acción
de gracias no se sitúa únicamente al comienzo de la misma, en la illatio , como
ocurre en otras liturgias, sino que se extiende a toda la plegaria. Además, la
acción de gracias no se limita solamente a la muerte y resurrección del Señor,
sino que se fija también en las diversas maravillas obradas por Dios o en el
conjunto de los dones recibidos del Señor. Así, por ejemplo, se contempla y se
da gracias por la maravilla que Dios realizó por medio de la maternidad y
virginidad de María que se pone en paralelo con la maternidad y divinidad de la
Iglesia (plegaria eucarística de Navidad), a través del encuentro de Jesús con
la samaritana (plegaria eucarística del domingo II de Cuaresma), del milagro de
dar la vista al ciego de nacimiento (plegaria eucarística del domingo III de
Cuaresma), de la resurrección de Lázaro (plegaria eucarística del domingo IV de
Cuaresma) o ante las maravillas realizadas en los santos (plegarias
eucarísticas de los diferentes santos).
Abundancia de
lecturas
La liturgia de
la palabra en la misa hispano-mozárabe es extensa por el número de lecturas y
por la longitud de las mismas. Este rito mantuvo tres lecturas para todas las
misas; costumbre que en el rito romano desapareció pronto, reduciéndose a dos.
Durante el tiempo de Cuaresma, además, el número de lecturas se amplía a
cuatro.
Por otra parte,
entre la primera y segunda lectura, o entre la segunda y tercera en el tiempo
de Cuaresma, se canta un salmo. También la celebración romana perdió este
salmo, pues al suprimir una lectura, el salmo se mezcló con el aleluya que en
el rito romano precede al evangelio; gracias a la reforma litúrgica promovida
por el concilio Vaticano II (1962-1965) el salmo responsorial se ha recuperado
en el rito romano.
Sin embargo, la
mayor originalidad la ofrecen las misas de los mártires en las que se intercala
entre el salmo y la segunda lectura, el final de la narración de la pasión del
mártir que se está celebrando, seguido de un fragmento del cántico de Daniel
(Dn 3, 52-53. 57. 87-89). De este modo se subraya que el mártir ha participado
con el sacrificio de su vida de manera plena y perfecta del sacrificio de
Cristo. Además nos manifiesta la espiritualidad hispana, fuertemente marcada
por la defensa de la fe desde la época romana hasta la musulmana, pasando por
la arriano-visigoda.
Aleluya como
conclusión de la liturgia de la palabra
En el rito
hispano-mozárabe la liturgia de la palabra concluye con el canto del aleluya,
denominado laudes , que durante el tiempo de Cuaresma es sustituido por una
aclamación de alabanza. Esta particularidad del rito hispano-mozárabe fue
defendida en el concilio IV de Toledo (año 633): la aclamación al evangelio no
se canta antes del mismo, sino después.
En hebreo
«aleluya» significa de manera apocopada «alabad a Yahvé»; de modo similar,
laudes quiere decir en latín «alabanza». Sin embargo, aunque su origen apunta a
la alabanza a Dios, la palabra se ha llegado a identificar con alegría, de ahí
que en el tiempo cuaresmal sea sustituida por otra aclamación.
Así, este canto
de alegría, el aleluya, se convierte en la acción de gracias por el anuncio
salvador que hemos escuchado en las lecturas proclamadas y que ha sido
explicado en la homilía. Por tanto, el aleluya no es la aclamación al
evangelio, como sucede en el rito romano, sino la respuesta a la palabra de
Dios.
Dípticos
Entre la
liturgia de la palabra y la liturgia eucarística tiene lugar la intercesión
universal por las necesidades de la Iglesia y de la humanidad entera,
denominada dípticos. La palabra dípticos es griega y hace referencia a una
tablilla doble donde estaban anotados los nombres de los vivos por los que
había que interceder, los difuntos que había que recordar, los santos que se
debían nombrar…
Esta oración
litánica es expresión de la comunión con toda la Iglesia (la jerarquía, el
pueblo de Dios, los santos y los difuntos) y, contemporáneamente, intercesión
por determinadas necesidades de orden temporal (los enfermos, los cautivos o
encarcelados, los que van de viaje).
Este elemento
es común a todas las liturgias. Sin embargo, en la liturgia hispano-mozárabe,
los dípticos presentan un realce singular y no están mezclados con la plegaria
eucarística sino que mantienen su independencia. Como consecuencia de esto la
plegaria eucarística contiene sólo las partes más indispensables: acción de
gracias, relato de la institución, anámnesis, epíclesis y doxología.
Rito de la paz
En la misa
hispano-mozárabe, el rito de la paz sigue a la oración universal. Está situado
por tanto antes de comenzar la liturgia eucarística que tiene su centro en
torno al altar, casi como obedeciendo el mandato de Jesús en el sermón de la
montaña: si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí
mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el
altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a
presentar tu ofrenda (Mt 5, 23-24). Es, además, una forma de manifestar la
comunión eclesial que acaba de ser profesada en las intercesiones universales
que preceden al rito de la paz.
En todas las
liturgias encontramos el rito de la paz en este momento, excepto en la romana
que pertenece a los ritos de preparación para la comunión y tiene lugar después
del Padre nuestro y antes de la fracción del pan.
Credo
El Credo, o
Símbolo de la fe, comenzó siendo un elemento esencial de la liturgia bautismal:
el neófito debía profesar su fe antes de ser bautizado. Sin embargo, las
herejías hicieron que se fuera introduciendo en la misa para manifestar la
adhesión a la fe verdadera. En Oriente su uso ya estaba generalizado en el
siglo VI. En Occidente tardó más en extenderse a todas las liturgias.
La liturgia
hispano-mozárabe fue la primera que en Occidente introdujo el Credo en la
eucaristía; la disposición fue tomada en el concilio III de Toledo (año 589).
Ahora bien, dos peculiaridades distinguen la recitación del Credo en el rito
hispano-mozárabe del resto de familias litúrgicas: en primer lugar, el Credo se
dice siempre en todas las misas y no sólo en los domingos o en los días más
solemnes; y, en segundo lugar, el Credo se situó antes del Padre nuestro como
preparación para la comunión y no entre la liturgia de la palabra y la liturgia
eucarística.
Fracción del
pan
La fracción del
pan es uno de los gestos realizados por Jesús en la última cena, así lo
atestiguan las cuatro versiones neotestamentarias de la institución de la
eucaristía (cf. Mt 26, 26; Mc 14, 22; Lc 22, 19; 1Co 11, 24). Es por tanto uno
de los elementos esenciales de la celebración eucarística. Por otra parte, la
fracción de los panes consagrados, era además una operación práctica y
necesaria para poder distribuir la comunión.
Pero este rito
adquirió en la misa hispano-mozárabe un contenido simbólico: Cristo se da a
conocer en la fracción del pan. Al igual que los discípulos de Emaús
reconocieron a Jesús al partir el pan (Lc 24, 30-31. 35), Cristo también se nos
manifiesta a nosotros en la fracción del pan. Por eso los fragmentos hacen
referencia a su vida y a su obra salvífica, siguiendo la exposición del Credo:
encarnación, nacimiento, circuncisión, aparición, pasión, muerte, resurrección,
gloria y reino. Así, en el momento en el que la comunidad va a participar del
cuerpo y la sangre de Cristo, se pone en evidencia la relación de este
sacramento con todo el misterio de Cristo, desde su encarnación hasta la gloria
futura.
En un primer
momento el pan se fraccionaba en siete partes, quedando excluidas de la serie
de nombres «circuncisión» y «aparición», que por otra parte no están dentro del
Credo. Se pretendía manifestar de este modo que Cristo era la llave de David
que puede abrir los siete sellos que cierran el libro del Cordero descrito en
el Apocalipsis (cf. Ap 5, 1-5). Sin embargo, como el año litúrgico contaba con
dos celebraciones del Señor que no figuraban en la lista, se amplió la serie de
los siete nombres, elevándolos a nueve, al insertar los títulos de estas dos
solemnidades. Así fue como se introdujeron «circuncisión» y «aparición» entre
«nacimiento» y «pasión».
Estos nueve
fragmentos se colocan sobre la patena en forma de cruz.
Bendición
En la misa
hispano-mozárabe se imparte la bendición inmediatamente antes de comulgar,
siguiendo las disposiciones del concilio IV de Toledo (año 633). No tiene, por
tanto, el sentido de despedida, como en el rito romano, sino el de una
preparación inmediata de los fieles a la comunión; es, concretamente, el último
acto de preparación a la comunión. De este modo queda excluida la posibilidad
de otra bendición al final de la misa. Además, se entiende que, al concluir la
celebración, la mayor bendición que los fieles pueden llevarse consigo es la
eucaristía que acaban de recibir.
Comunión bajo
las dos especies
En el rito hispano-mozárabe, al igual que en las liturgias orientales,
la comunión se distribuye bajo las dos especies: el pan y el vino. El sacerdote
distribuye el pan consagrado a los fieles, diciendo a cada uno de los
comulgantes: «El cuerpo de Cristo sea tu salvación», y el fiel lo recibe sin
responder nada; después, el diácono, le entrega el cáliz, diciendo: «La sangre
de Cristo permanezca contigo como verdadera redención» y el fiel, también sin
decir nada, lo toma y sume de él la sangre de Cristo.
José Antonio Goñi