"Del Ars Celebrandi a la Actuosa Participatio": educación litúrgica en la escuela de Benedicto XVI (V)

DEL ARS CELEBRANDI A LA ACTUOSA PARTICIPATIO

“En las labores sinodales fue recomendado con frecuencia la necesidad de superar toda posible separación entre el ars celebrandi, es decir, el arte de celebrar correctamente, y la participación, plena, activa y fructuosa de todos los fieles. En efecto, el primer modo con el cual se favorece la participación del pueblo de Dios en el rito sagrado es la celebración adecuada del mismo rito. El ars celebrandi es la mejor condición para la actuosa participatio. El ars celebrandi brota de la obediencia fiel a las normas litúrgicas en su totalidad, porque este modo de celebrar ha sido el apropiado para asegurar desde hace dos mil años la vida de fe de todos los creyentes, quienes son llamados a vivir la celebración en cuanto pueblo de Dios, sacerdocio real, nación santa (cf. 1 Pe 2, 4-5.9)” [44]. Para llegar a una actuosa participatio adecuada es preciso antes establecer un ars celebrandi correcto, advirtiendo que la lex orandi es ley disciplinar de la Iglesia.

El hecho de la existencia actual de dos usos del mismo rito romano, el antiguo y el reformado, puede ayudar a este enriquecimiento mutuo, pues la forma extraordinaria nos acerca más a Dios y la forma ordinaria nos acerca más al hombre. Es decir, la liturgia no es una realidad que procede del hombre, sino que es un don de Dios para el bien del hombre y hay que asumirlo y celebrarlo en conformidad con la voluntad de Dios, de tal modo que sea para la gloria de Dios y la salvación del hombre. No hay que tener miedo a que existan dos usos del mismo rito romano, pues, además de ser una riqueza para el único rito romano, en la forma ordinaria ya existen con frecuencia diversos modos de realizar la misma acción litúrgica, por ejemplo, el acto penitencial, plegarias eucarísticas, adoración de la cruz en el viernes santo, etc. 

La celebración litúrgica, acción del cuerpo místico de Cristo, cabeza y cuerpo,  debe resplandecer por su belleza en la forma de ejecutar su ritualidad, elemento esencial debido a la sacramentalidad, que facilite la experiencia del misterio. En este sentido, es cierto que la belleza fundamental de la liturgia es Jesucristo verdad y bondad, pero incluso las formas en que se celebra la salvación de Cristo han de ser bellas, buenas y verdaderas. Hay templos nuevos que serán funcionales, pero no transmiten la belleza divina. Hay esculturas y pinturas, que serán modernas, pero no transmiten bellamente el misterio de nuestra salvación. Hay que excluir lo artificioso de nuestras celebraciones, de modo que las formas no oculten el misterio, pues el arte sacro tiende, definitivamente, a la santidad y por ello nos saca de nosotros mismos para poder entrar más dentro de nosotros mismos. Hay que superar la vulgaridad en las palabras y en los cantos; una cuestión todavía pendiente desde la reforma litúrgica. La homilía sigue siendo una cuestión pendiente, pues carece a veces de densidad doctrinal, de ponderación espiritual y sobre todo de caridad pastoral. Y el intercambio de la paz es una invitación a recibir la paz y, después, a ser instrumentos de Cristo, superando el mero saludo humano.  

En este contexto, hay que partir del sentido sacro y espiritual de la liturgia, que nos impulse a respetar las normas litúrgicas. La liturgia esencial no es un objeto manipulable, pues se trata de la presencia dinámica de Dios en nosotros. En este sentido, conviene recuperar la palabra culto, en orden a considerar también la participación como una acción virtuosa del hombre, ejercitando la reverencia y la adoración como formas que enriquecen poderosamente la piedad litúrgica, manifestando la gloria de Dios y consiguiendo la santificación del hombre. ¿Acaso no es sintomático que desde hace algunas décadas se hable poco en nuestras celebraciones de la intrínseca relación entre liturgia y espiritualidad? Recuerdo que antes del Concilio, los momentos más importantes del movimiento litúrgico estuvieron impulsados siempre por exigencias espirituales.

Y en la liturgia aparece la Santa Eucaristía como la novedad radical del culto cristiano. El rito antiguo ya está cumplido y se ha superado maravillosamente en el inmenso don del amor salvador de Jesucristo, realizado y actualizado en su sacrificio redentor, que se representa sacramentalmente en la Eucaristía. En este contexto, donde no haya sido destruido el altar adosado es posible volver a celebrar versus Deum el ofertorio y la plegaria eucarística y, donde se celebra mirando al pueblo, puede colocarse al menos una cruz sobre el altar, de modo que pueda concentrar las miradas del sacerdote y de la asamblea. Igualmente, es preciso recuperar la centralidad del tabernáculo en el espacio cultual católico, advirtiendo la relación íntima entre altar y tabernáculo. Pío XII había afirmado con meridiana claridad: “separar el tabernáculo del altar equivale a separar dos cosas que por su naturaleza deben permanecer unidas” [45]. 

Posteriormente, la actuosa participatio, que es sobre todo interior por su propia naturaleza, exige, en primer lugar, dar culto a Dios sobre todo mediante la adoración y la profesión de fe, esperanza y caridad. La catequesis mistagógica, puerta de la participación interior, nos introduce ritualmente en la conciencia del misterio que se celebra para poder estar en la presencia de Dios y tener los mismos sentimientos de Cristo y poder gozar así en nuestra vida real del misterio salvador celebrado. La verdadera participación hace posible, no la eficacia, que depende de Jesucristo, sino la fructuosidad de la acción litúrgica, que depende también de nosotros, pues facilita que la conciencia del misterio celebrado transforme la vida real de quienes asisten. Cuando se habla de la participación activa en la liturgia no basta considerar los aspectos sociales de comunicación, pues las condiciones personales son también y sobre todo necesarias. 

En segundo lugar, la pertenencia eclesial con el bautismo y con la caridad es otra condición previa a la verdadera participación, de tal modo que los mismos signos rituales litúrgicos manifiesten la unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad de la Iglesia. Esta pertenencia se muestra claramente mediante la obediencia a las normas litúrgicas y la conciencia sobre los propios ministerios de cada uno según los sacramentos recibidos. Nadie puede sustituir al sacerdote ordenado en sus quehaceres específicos. Para que la liturgia produzca la transformación moral del hombre se necesita la coherencia litúrgica, es decir, la celebración litúrgica es una acción eclesial, no individual y, sobre todo, las palabras y los ritos deben mostrar fielmente la fe de la Iglesia; esto es hoy una realidad a estudiar pues todos somos conscientes que las traducciones han cambiado el panorama anterior a la última reforma litúrgica, pues no sólo la celebración sigue siendo un misterio de fe, aunque se celebre en lengua vernácula, sino también porque la traducción debe expresar adecuadamente la fe de la Iglesia católica.

En tercer lugar, participar en este único culto y sacrificio de la Liturgia es realizar estas palabras de San Pablo: "Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a ofrecer vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. Es éste vuestro culto espiritual" (Rm 12, 1).  Por tanto, participar en el culto litúrgico es ofrecer el sacrificio de nuestra obediencia al Padre, sometiéndonos a los 10 mandamientos y a los consejos evangélicos, para poder ofrecer a Dios el alma (cf. Mc 8, 37) y poder gozar de la vida de la gracia, que se evidencia, no en el simple amor fraterno, sino en el amor a Dios que implica también el amor fraterno. El culto va siempre unido a la moral, porque la única asamblea capaz de celebrar el culto litúrgico es la asamblea que está evangelizada y convertida, como dice el Concilio [46].  Así la cruz, el dolor ofrecido y la voluntad de Dios asumida y vivida en amor, se hace fuente, no de la vida sometida a la muerte, sino de la vida eterna para muchos, y quien adora a quien le ofrece la vida eterna pierde el miedo a quien sólo le puede quitar la vida terrena. 

En cuarto lugar, “el amor a la Eucaristía lleva a apreciar siempre más también el sacramento de la penitencia. A causa del vínculo entre estos sacramentos, una catequesis auténtica sobre el sentido de la Eucaristía no puede separarse de la propuesta de un camino penitencial (cf I Co 11, 27-29) (…) La reconciliación, como decían los Padres de la Iglesia es laboriosus quidam baptismus, subrayando así que el resultado del camino de conversión es también el restablecimiento de la plena comunión eclesial, que se expresa al acercarse a la Eucaristía” [47]. Es decir, Cristo nos invita a la Eucaristía después de invitarnos a la penitencia. “Donde desaparece la confesión, la Eucaristía no se discierne más y de ese modo se destruye en cuanto Eucaristía del Señor” [48].

En quinto lugar, la piedad litúrgica es necesaria en la actuosa participatio; si no hay reverencia ante la presencia del misterio redentor no hay posibilidad de experimentar sus frutos. En la celebración litúrgica no se comunica nada fuera de la comunión en Jesucristo. La liturgia que se celebra a sí misma, si no es aburrida, porque a veces hay celebrantes protagonistas, siempre es fraudulenta, porque aparenta algo que no da. Hay que redescubrir el vínculo intrínseco entre celebración litúrgica y adoración piadosa. Se ha dicho subrepticiamente que el pan eucarístico es para ser comido y no para ser contemplado y adorado, pero es necesario no tener miedo a afirmar con San Agustín que quien come el pan consagrado y bebe el vino consagrado, sin adorarlos previamente, peca y recibiría la Eucaristía para su muerte y no para su vida eterna [49]. 

En sexto lugar, está bien que en las asambleas cultuales se hable del amor y se convoque al amor, pero no olvidemos que la llamada al amor es fruto y exigencia de la fe verdadera, pues el amor separado de la fe ni es amor cristiano, ni tampoco producirá nunca amor cristiano. Esto lo vemos realizado en Cristo, pues cuando Él se abaja hasta la Cruz, es cuando provoca en nosotros la adoración (Fl 2, 5-11) y éste culto está llamado a ser cósmico, pues la Cruz de Cristo está en medio del mundo para la conversión de todos, pues todos serán atraídos hacia Él (Jn 12, 32). ¿Acaso la celebración litúrgica no se realiza siempre en torno al Cordero de Dios sacrificado sobre el altar de la Iglesia en el mundo, que ahora vive y vive por los siglos? Por eso, ¡todos mirarán a quien traspasaron (Jn 19, 37)! ¡No es posible mirar a otro lugar, sólo al Cordero que nos da la vida muriendo en el altar! 

“Es el espíritu el que da la vida; la carne no ayuda a nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Pero algunos de vosotros no creen” (Jn 4, 63-64). Es decir, se trata de participar espiritualmente en el culto; se trata de convertir la celebración litúrgica en el tiempo propicio, en el cual es posible acercarnos a Dios mediante un acto de fe,  esperanza y caridad. Vayamos con gozo a la casa del Señor, pues Él nos ha convocado; descansemos de nuestros trabajos y gocemos la gracia del Señor, pues somos los invitados a la fiesta de su presencia. Cuando se reduce el culto a un acto social, a un encuentro fraternal, incluso a una reflexión sobre las ideas del evangelio, se defrauda a la asamblea, que está reunida para encontrarse con el Señor y gozar de su salvación en comunidad. Si la liturgia fuera sólo algo que nosotros hacemos, nos haríamos sacrílegos ante Dios despreciables para los demás. ¿Acaso el culto no es una profesión de fe y de esperanza y una experiencia del amor infinito de Dios, que impulsa a rezar Marana tha, Ven, Señor Jesús?

Pdre. Pedro Fernández, op
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[44] BENEDICTO XVI, Exhortatio apostolica Sacramentum caritatis, n. 38: AAS 99 (2007) 136. La segunda parte de este documento pontificio está dedicado al ars celebrandi y a la actuosa participatio, es decir, al modo de celebrar el Cristo total, que ha de resplandecer por su belleza. 
[45] PÍO XII, Discurso al Congreso Internacional de Liturgia Pastoral en Asís: AAS 48 (1956) 722.
[46] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitutio Sacrosanctum Concilium, n. 7: Documentación Litúrgica. Nuevo Enquiridión. De San Pío X a Benedicto XVI. Ed. A. Pardo. Monte Carmelo. Burgos 2006, p. 115, n. 9.      

[47] BENEDICTO XVI, Adhortatio apostolica Sacramentum caritatis, n. 20: AAS 99 (2007) 120-121.
[48] J. RATZINGER, La festa della fede. Saggi di teologia liturgica. Jaca Book. Milán 1983, p. 142.
[49] Cf. S. AGUSTÍN, Enarratio in psalmum 98, 9: PL  37, 1264.