La Ascensión del Señor en la Himnografía de Román “el Melódico”.

Elevemos la mirada y los sentidos hacia las puertas celestes

La Ascensión, celebrada el cuadragésimo día tras la Resurrección, es una de las grandes fiestas comunes a toda las Iglesias cristianas. Testimoniada ya por Eusebio de Cesarea en torno al 325, en la tradición bizantina se prolonga durante una semana en su octava.

Dos troparios del matutino son del himnógrafo Román “el Melódico” (+555) y pertenecen al largo kontákion, himno que Román compone para la fiesta y en el cual se vislumbran los diversos aspectos teológicos de la celebración, que lleva en los libros litúrgicos bizantinos el título de Ascensión del Señor y Dios y Salvador nuestro Jesucristo.

Román parte de la narración bíblica de la ascensión en el evangelio de Lucas y en los Hechos de los apóstoles, y la desarrolla a lo largo de las 18 estrofas del poema, cada una de las cuales se concluye siempre con el mismo versículo: “No me separo de vosotros. Yo estoy con vosotros y ninguno estará contra vosotros”, que retoma tres textos bíblicos (Ageo, 1, 8, Mateo, 28, 20 y, sobretodo, Romanos 8, 31).

Toda la economía de la salvación llevada a término por Cristo es vista por Román como la restauración de la plena comunión entre el cielo y la tierra, de la cual la Ascensión se convierte en el sello: “Cumplida la economía a nuestro favor, y unidas a las celestes las realidades terrestres, has ascendido a la gloria, oh Cristo Dios nuestro, sin separarte todavía en modo alguno de aquellos que te aman; sino permaneciendo inseparable de ellos, declaras: Yo estoy con vosotros, y ninguno está contra vosotros”.

La ascensión del Señor, además, no es un alejarse de los hombres, un dejarlos solo, sino una promesa de su amor, de su consuelo: “Elevémonos, elevemos a lo alto los ojos y la mente, alcemos la mirada y los sentidos hacia las puertas celestes, aun siendo mortales; imaginemos que vamos al Monte de los olivos y que vemos al Redentor portado por una nube: allí, el que ama dar, ha distribuido los dones a sus apóstoles, consolándolos como un padre, guiándolos como hijos y diciéndoles: No me separo de vosotros: yo estoy con vosotros y ninguno está contra vosotros”.

Román se centra, a continuación, en la protección y el cuidado que el Señor ha tenido de los discípulos y de la Iglesia. Con una imagen tomada del Deuteronomio (32, 11), Cristo en el monte de la ascensión es parangonado al águila que desde lo alto sobrevuela y protege su nidada, imagen que la tradición bizantina aplica también al cuidado del Obispo sobre su iglesia: “Los discípulos, conducidos al monte de los olivos, rodeaban a su benefactor, y él extendiendo las manos como alas, cubrió como un águila el nido encomendado a su cuidado y dijo a sus polluelos: Os he protegido de todo mal: amaos como yo os he amado. No me separo de vosotros; yo estoy con vosotros y ninguno está contra vosotros, Como Dios y Creador del universo yo extiendo sobre vosotros mis manos, las que estaban atadas y clavadas al leño. Inclinando vuestra cabeza sobre estas manos, reconoced vosotros lo que hago: yo impongo sobre vosotros mis manos como bautizándoos y os mando llenos de luz y de sabiduría”.

La ascensión provoca la tristeza y el lamento de los apóstoles que presentan a Cristo el elenco de lo que cada uno de ellos ha hecho y dejado, casi un modelo de las condiciones requeridas al cristiano: “Hemos renunciado a toda nuestra vida, nos hemos convertido en extranjeros y peregrinos sobre la tierra. Pedro, el primero entre nosotros en convertirse en seguidor, se privó de todos sus bienes. Andrés su hermano abandonó sus bienes terrenos y se cargo sobre sus espaldas la cruz. ¿Quieres tú abandonar y diseñar el amor de los hijos de Zebedeo? Ellos te antepusieron, incluso ante su padre. Nosotros te amamos más que cualquier otro”.

Román describe ancora la ascensión de Cristo con profusión de detalles, sirviéndose de versículos de los Salmos leídos en clave cristológica: “Dios hizo una señal a los santos ángeles que prepararan para sus santos pies la subida, y ellos gritaron a todos los principados celestes: ¡Alzad los portones y abrid de par en par las gloriosas puertas celestes para el Señor de la gloria! Oh nubes, extendeos bajo aquél que avanza. Señor, tu trono está preparado. Elévate, vuela sobre las alas del viento”. Es de observar además la semejanza entre: la nube que cubre y esconde a Cristo ante la mirada de los apóstoles y María su madre: “La nube desciende y acoge a aquél que es el conductor de las nubes, lo toma y lo sostiene: o más bien, fue sostenida, porque aquel mismo que era portado portaba a aquél que le regía, como una vez María. La Escritura alude a María llamándole nube [cfr. Isaia 19, 1], Ella que fue custodiada por Él mientras moraba en Ella”.

(Publicado por Manuel Nin en l’Osservatore Romano el 2 de Junio de 2011; traducción del original italiano: Salvador Aguilera López)