"La Belleza que revela Cristo, el escándalo de la Cruz"

¿Cuál es la estética propiamente cristiana? Habrá que acudir a la verdad que nos manifiesta en su Cristo, porque su persona encarnada se prolonga en el estado actual de la Iglesia. «Existe un abismo entre “someter” a Cristo a las exigencias del arte, es decir, hacer de él un “sujeto” artístico entre muchos otros y, al mismo tiempo, “someter” la estética al evangelio y al “logos de la Cruz” (1Co 1, 18). No se da una estética verdaderamente cristiana sin este “sometimiento”, esta subordinación, esta integración» (F. CASSINGENA-TRÉVEDY, La belleza de la liturgia, Sígueme, Salamanca, 2008, p. 31.).

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«Estamos dispuestos a someter a Cristo todo pensamiento»(2 Co 10, 5). Del mismo modo lo vemos al tratar de la belleza. Si Cristo trae la plenitud de la revelación, el cumplimiento de la promesa, ¿cómo no cuestionarnos ante la Cruz de Cristo? Aquel que se ha llamado a sí mismo Camino, Verdad y Vida, se presenta colgado en la Cruz, ¿cómo conciliar tanta belleza con el horror de la destrucción de un hombre? El Camino se ha truncado; se convierte en sendero angosto, en callejón sin salida, donde habitan perros iracundos. La Verdad ha sido llevada silenciosa al matadero; las palabras se quiebran en gemidos. El más bello de todos los hombres se desfigura con violencia; el esplendor se eclipsa por ríos de espesa sangre. El bien fenece y todo el mal se convierte en condena. La vida se consume; el rostro se apaga; la respiración se entrecorta. ¿Cómo podremos hablar de esperanza? ¿Dónde ha quedado la belleza si no aguantamos la mirada y los oídos se aturden de escuchar a este moribundo que suplica gritando? ¿Podemos seguir afirmando ahora la belleza si nuestros ojos no aguantan la mirada?

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En este drama nos quedamos inmóviles, perplejos, sufrientes, porque todo aquello que creemos conocer se destruye. La sensibilidad se revela; la estética estalla en mil pedazos. Aquello que era único, se descompone. Nos encontramos ante la “pascua” de toda inteligencia y experiencia, una pascua existencial que abarca todo lo humano: la humanidad de Cristo, también su divinidad. Esta pascua intelectual nos debe introducir en una pascua estética.

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«Estaba tan desfigurado que no parecía hombre ni tenía aspecto humano» (Is 52, 14). La desaparición de la forma, a-fanía, se convierte en epi-fanía, de una belleza que no somos capaces de concebir. La única forma auténtica es lo manifestado en esta Cruz (Cf. F. CASSINGENA-TRÉVEDY, La belleza en la Iglesia, p. 33). Aquí se muestra el drama humano; la tensión se inaugura radical al viviente. Parece que lo hemos conocido todo, pero todas nuestras teorías son refutadas en la Cruz de Cristo. El sabio se convierte en necio. La Verdad ha muerto; la Belleza ha sucumbido; el Bien se torna malvadamente; el Camino se trunca; la Vida es incoherente; los sentidos hacen patente la falta de un origen, la vigencia de un final, no hay sentido.

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Sólo podemos afirmar entrecortadamente una cuestión: hoy se ha creado algo nuevo: el Silencio. Es necesario escuchar con lágrimas esta creación. Es necesario dejarse acompañar por esta soledad. Es necesario, sí, volver a mirar para comprender este sinsentido. «Si aquello que se busca, en definitiva, es el alma de la liturgia, el alma del hombre litúrgico, el alma de su estética, hay que buscarla en la región del silencio, del eco, de la gratuidad, de un elemento que engloba muchos otros y que podríamos llamar “distancia”. Distancia de una Realidad que precisamente ahora, paradójicamente, se nos hace cercana» (F. CASSINGENA-TRÉVEDY, La belleza de la liturgia, p. 89).

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Contemplándolo podremos apreciar un sonido leve, que va creciendo en nuestro espíritu; una dulce flauta que nos revela este combate interior. Pasado un tiempo podremos leer al amante de la belleza y escuchar de sus labios:


«Dos flautas suenan de manera diferente, pero un mismo Espíritu sopla dentro. La primera dice: “es el más bello de los hombres”; la segunda, con Isaías, dice: “lo vimos sin belleza, ni aspecto atrayente”. Un único Espíritu toca las dos flautas: no desafinan en el sonido. No debes renunciar a escucharlas, sino tratar de comprenderlas. Preguntemos al apóstol Pablo para escuchar cómo nos explica la perfecta armonía de las dos flautas. Que suene la primera: “El más bello de los hijos de los hombres”; “a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios”. Ahí tienes en qué supera en belleza a los hijos de los hombres. Que suene también la segunda flauta: “Lo vimos sin belleza ni aspecto atrayente”; y esto porque “se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos, actuando como un hombre cualquiera”. “Sin belleza ni aspecto atrayente” para darte a ti belleza y aspecto atrayente. ¿Qué belleza? ¿Qué atractivo? El amor de la caridad, para que tú puedas correr amando y amar corriendo. […] Mira a aquel por quien has sido hecho bello» (SAN AGUSTÍN, Comentario a la Primera carta de San Juan, IX, 9).

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Es el amor con que Cristo nos ha amado lo que transfigura el rostro del crucificado en el rostro hermoso. Su belleza es trasladada a nuestra naturaleza. El amor del crucificado es la belleza que salva. La belleza estática, residente en el espíritu otorgado desde la creación, queda superada por la violenta caridad que acerca lo lejano (Cf. B. FORTE, Discurso al Pontificio Consejo para la Cultura, 2006). Podemos hablar ya de experiencia real en este amor, que es cumplimiento de la Promesa. «La experiencia de lo bello recibe una nueva profundidad, un nuevo realismo. Aquel que es la Belleza misma se ha dejado desfigurar el rostro, escupir encima y coronar de espinas. […] Precisamente en este rostro desfigurado aparece la auténtica y suprema belleza: la belleza del amor que llega hasta el extremo y por eso se revela más fuerte que la mentira y la violencia» (J. RATZINGER, La contemplación de la belleza, ponencia en el Meeting de Rímini, 21-IX-2002). Hoy la verdad se hace humana, el bien es posible, la belleza es total, el Camino y la Vida es una Persona. En este rescate amoroso se revela la totalidad del hombre; ya podemos hablar de la auténtica belleza en la dulce armonía de un canto.

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La explicación de esta belleza del amor de Dios al hombre, se nos da como revelada. Al mirar la Cruz de Cristo vemos su manifestación, constatamos que los planes de Dios no son nuestros planes, sus caminos no son los nuestros. «Como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes, que vuestros planes» (Is 55, 9). El amor de Dios nos ha sido revelado. A partir de esta epifanía de la Cruz, en adelante, deberemos construir nuestra estética. «Por lo tanto deberemos estar prevenidos contra el paganismo estetizante que nos acecha de continuo y que conserva en nosotros raíces ocultas. Instintivamente rechazamos reconocer la Cruz» (F. CASSINGENA-TRÉVEDY, La belleza de la liturgia, p. 33).

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«El Gólgota no ha sido sólo preestablecido eternamente en el momento de la creación del mundo como acontecimiento temporal, sino que constituye también la sustancia metafísica de la creación. El “todo está cumplido” divino, proclamado desde la cruz, envuelve a todo el ser, entra en relación con todo lo creado. El sacrificio voluntario del amor sacrificial, el Gólgota del Absoluto, es el fundamento de la creación. En efecto, “tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Unigénito”, y lo ha enviado “no para condenar al mundo, sino para que por su medio el mundo se salve”. El mundo ha sido creado por la cruz, erigida por Dios sobre sí mismo por el amor. La creación no es sólo un acto de la omnipotencia y de la presciencia de Dios, sino también de un amor que lleva al sacrificio» (S. N. BULGAKOV, Svet nevečernij, Moskva, 1917, p. 180. Citado en M. I. RUPNIK, Los colores de la luz, p. 58).

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La dulce armonía de las dos flautas que hace sonar la grata brisa del Espíritu Santo que nos revela el Misterio y nos da la comprensión en el amor, ¡que rasga el velo!. Todo el drama se torna en experiencia viva del hombre que ama, al que se le ha revelado la soledad sonora, el silencio placentero del sentido en Dios. «La verdad manifestada es el amor, el amor realizado es la belleza» (P. A. FLORENSKIJ, La columna y fundamento de la verdad, Moscú, 1917, p.75. (Traducción al castellano: editorial Sígueme, Salamanca, 2010).

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El Cordero antes de la creación del mundo entra en la historia para ser crucificado, en Jerusalén, en tiempos de Poncio Pilato. El Único, el Eterno, el Inmaculado, cumple la Palabra dada por el Padre, entrando en un mundo envenenado por el pecado. El odio del Pervertido hacia el Santo se ensaña con toda su crueldad. Cristo lo sabe con certeza: «el Hijo del Hombre será entregado en manos de los pecadores» (Mt 26, 45), en las manos del dios de este mundo.

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En su encarnación el Verbo toma plenamente la naturaleza humana. Cristo se presenta como el segundo Adán, siendo el primero y el segundo los polos de toda la existencia humana. «Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón» (Mt 6, 21): cada hombre debe elegir polarizar su corazón con uno de los extremos. ¿Te quedas con Adán?, no eres hombre. ¿Configuras tu vida con Cristo?, conocerás el Camino, la Verdad y la Vida. «Pide al Espíritu Santo que lo mantenga vivo en ti y tú haz ascesis para verlo cada vez más nítido. Estés donde estés y mires donde mires, trata de ver dentro del corazón, cada vez más claro, el Rostro de los rostros» (M. I. RUPNIK, Los colores de la luz, p. 136).

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El drama humano culmina en el drama divino. Dios lo puede todo, es omnipotente, menos obligar que el hombre le ame. El Hijo de Dios se presenta ante su Padre como el “Hijo del Hombre”. Es la identificación del Verbo con Adán, hundiéndose en Getsemaní, en una noche mortal de angustia. Cristo se hace el sujeto del pecado aceptándolo libremente. Ante el pecado, Cristo no se ocultará ante Dios. En la noche del huerto de los olivos, Dios volverá a realizar la pregunta que le hiciera a Adán: «¿Dónde estás?» (Gn 3, 9). Esta vez será contestada de una forma misteriosa: «Ecce Homo»(Jn 19, 5): “aquí tenéis al Hombre”. Así como Adán ante su pecado se oculta para no ser visto por Dios desnudo, el Hombre-Cristo, el nuevo Adán, se muestra no sólo desnudo, sino que toda su desnudez se abre, se cuartea en sus heridas, mostrándonos hasta el extremo el fruto del pecado sobre el Justo. Su carne se ha abierto, despojándolo hasta de la misma piel, para mostrar que «por sus heridas nos ha curado»(Is 53, 5). Dios no ha tenido vergüenza de mostrarse totalmente desnudo, abierto, sólo manteniendo el pudor por la púrpura de su propia sangre.

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Este es “el amor loco de Dios” (Esta expresión es usada por P. Evdokimov), que es amor límite para con el hermano. En su pasión, Cristo no se ha ocultado, no ha respondido «¿Acaso soy yo guardián de mi hermano?» (Gn 4, 9). Ha querido asumir la circunstancia de la naturaleza humana, para decir, mi sangre dice mejor que la de Abel. Esta es la Sangre de la Redención.

* Santa Cruz de Cristo, fuente de toda belleza, ¡no nos abandones!

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Daniel Rodríguez Diego