Uno de los caminos que nos
conducen a Dios y hacen atrayente la celebración litúrgica es la vía de la
belleza (via pulchritudinis) [1]. Cuando ante una escultura,
un cuadro, o algunos versos de poesía o una pieza musical, se siente una íntima
emoción, una sensación de alegría, se percibe claramente que frente a nosotros
no hay solamente materia, un trozo de mármol o de bronce, un lienzo pintado, un
conjunto de letras o un cúmulo de sonidos, sino algo más grande, algo que nos
“habla”, capaz de tocar el corazón, de comunicar un mensaje, de elevar el
ánimo, estamos ante una obra de arte, fruto de la capacidad creativa del ser
humano, que se interroga ante la realidad visible, que intenta descubrir el
sentido profundo y comunicarlo a través del lenguaje de las formas, de los
colores, de los sonidos. El arte es capaz de expresar y hacer visible la
necesidad del hombre de ir más allá de lo que se ve, manifiesta la sed y la
búsqueda de lo infinito. Incluso es como una puerta abierta hacia el infinito,
hacia una belleza y una verdad que van más allá de lo cotidiano. Y una obra de
arte puede abrir los ojos de la mente y del corazón, empujándonos hacia lo
alto.
Hay expresiones artísticas
que son verdaderos caminos hacia Dios, la Belleza suprema, que incluso son una
ayuda para crecer en la relación con Él, en la oración. Se trata de las obras
que nacen de la fe y que la expresan. Un ejemplo lo tenemos cuando visitamos
una catedral gótica: nos sentimos cautivados por las líneas verticales que se
elevan hasta el cielo y que atraen nuestra mirada y nuestro espíritu, mientras
que, a la vez, nos sentimos pequeños o también deseosos de plenitud... O cuando
entramos en una iglesia románica: nos sentimos invitados de un modo espontáneo
al recogimiento y a la oración. Percibimos que en estos espléndidos edificios
se recoge la fe de generaciones. O bien, cuando escuchamos una pieza de música
sacra que hace vibrar las cuerdas de nuestro corazón, nuestro ánimo se dilata y
se siente impelido a dirigirse a Dios. Cuántas veces cuadros o frescos, frutos
de la fe del artista, con sus formas, con sus colores, con sus luces, nos
empujan a dirigir el pensamiento hacia Dios y hacen crecer en nosotros el deseo
de acudir a la fuente de toda belleza.
Resulta profundamente cierto
lo que escribió un gran artista, Marc Chagall, que los pintores han sumergido,
durante siglos, sus pinceles en el alfabeto de colores que es la Biblia.
¡Cuántas veces las expresiones artísticas pueden ser ocasiones para acordarnos
de Dios, para ayudar a nuestra oración o para convertir nuestro corazón! Paul
Claudel, famoso poeta, dramaturgo y diplomático francés, al escuchar el canto
del Magnificat durante la Misa de Navidad en la basílica de Notre Dame, París,
en 1886, advirtió la presencia de Dios. No había entrado en la iglesia por
motivos de fe, sino para encontrar argumentos contra los cristianos. Sin
embargo la gracia de Dios actuó en su corazón.
Os invito a redescubrir la
importancia de este camino también para la oración, para nuestra relación viva
con Dios. Las ciudades y los países de todo el mundo contienen tesoros de arte
que expresan la fe y nos recuerdan la relación con Dios. Que la visita a
lugares de arte no sea sólo ocasión de enriquecimiento cultural, sino que se
pueda convertir en un momento de gracia, de estímulo para reforzar nuestro
vínculo y nuestro diálogo con el Señor, para detenerse a contemplar -en la
transición de la simple realidad exterior a la realidad más profunda que
expresa- el rayo de belleza que nos golpea, que casi nos “hiere” y que nos
invita a elevarnos hacia Dios. Termino con una oración de un Salmo, el Salmo
27: “Una sola cosa he pedido al Señor, y esto es lo que quiero: vivir en la
Casa del Señor todos los días de mi vida, para gozar de la dulzura del Señor y
contemplar su Templo” (v.4).Esperemos que el Señor nos ayude a contemplar su
belleza, ya sea en la naturaleza o en las obras de arte, para ser tocados por
la luz de su rostro y así poder ser nosotros luz para nuestro prójimo.
Las expresiones gloria, fulgor, belleza se aplican
directamente a la liturgia, lo cual está intrínsecamente vinculada con la
belleza. De hecho, “la verdadera belleza es el amor de Dios que se ha revelado
definitivamente en el Misterio pascual”[2],
expresión que sintetiza el núcleo esencial del proceso de la Redención, culmen
de la obra de Jesús. A su vez, la liturgia tiene como contenido propio esta
“obra” de Jesús, porque en ella se actualiza la obra de nuestra Redención.
De ahí que la liturgia, como
parte del Misterio pascual, sea “expresión eminente de la gloria de Dios y, en
cierto sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra. El memorial del
sacrificio redentor lleva en sí mismo los rasgos de aquel resplandor de Jesús
del cual nos han dado testimonio Pedro, Santiago y Juan cuando el Maestro, de
camino hacia Jerusalén, quiso transfigurarse ante ellos (cf. Mc 9,2). La
belleza, por tanto, no es un elemento decorativo de la acción litúrgica; es más
bien un elemento constitutivo, ya que es un atributo de Dios mismo y de su
revelación. Conscientes de todo esto, hemos de poner gran atención para que la
acción litúrgica resplandezca según su propia naturaleza”[3].
Padre
Pedro Fernández, op
[1] Cf. BENEDICTO XVI, Audiencia general del miércoles 31 de agosto de 2011, en Castelgandolfo.
[2] BENEDICTO XVI, Adhortatio apostolica Sacramentum caritatis, n. 35: AAS 99 (2007)
134.
[3] BENEDICTO XVI, Adhortatio apostolica Sacramentum caritatis, n. 35: AAS 99 (2007)
134.